miércoles, 29 de mayo de 2013

Libro: El jardín de Otneimirfus



Instantes

Abdul S. Machi

El Jardín de Otneimirfus



A mi madre Esther, a Michelle y mi hija Sofía



El Jardín de Otneimirfus

Algunos dicen que es el cielo; otros que es el mismísimo infierno… Eso dicen porque en él nació el Amor, el Odio, la Muerte y… ¡Yo no sé qué decir!




Mala costumbre

     Anastasia tiene la irremediable costumbre de mentir; lo hace a cada momento y está consciente de ello. Los dos únicos amores de su vida, su esposo Nerón y Orestes, su perro, murieron la noche que su hogar fue consumido por el fuego. Ella engañó a todos acerca del incendio. Anteriormente mintió sobre una docena de eventos pirómanos donde murieron personas cercanas a ella.
     Cuando vio los cuerpos de su marido y su mascota, ennegrecidos por las llamas, como carbones blandos y pastosos, se dio cuenta que talvez se había engañado también respecto al amor por ellos, y decidió inventar otra tragedia. “¡El perro se incendió, como dicen que se prenden los humanos de súbito y sin causa aparente!”, dijo ella. “¡Combustión Humana Espontánea!, pero en un perro; ¿no se le habrá contagiado al pobre animal de alguna persona?”, repuso impresionado un oficial que indagaba el caso. “¡Sí, sí eso fue!”, chilló teatralmente Anastasia. Las autoridades nunca sospecharon de la mujer… Otras desventuras similares ocurrirían a lo largo de su vida.
     Anastasia me confesó todas sus mentiras esta mañana. Después me gritó furiosa que vertería gasolina sobre mi gabán y mi cuerpo apretujado por estas cuerdas y me dijo cuánto me detestaba desde el primer instante, antes de casarnos incluso, desde que nos conocimos, que por eso me amarró mientras dormía, aún vestido, narcotizado quién sabe con qué cosa. No sé si es verdad o no que me quemará, que me encenderá, como un leño cualquiera, para su fogata funesta; pero tomé mis precauciones. Tengo la puerta cerrada con dos cerraduras y las llaves hervirán entre mis ropas, sin que pueda encontrarlas. No podrá salir de la casa en llamas; las ventanas se alzan por encima de ocho metros del piso. No logrará escapar de su propia mala costumbre de mentir e incendiar todo cuanto le molesta, incluso a sus dos maridos y su perro Orestes.




Días de lluvia azul
             A Karen Michelle y Sofía

    Desperté una mañana con un inhabitual sabor de azúcar en los labios. Vi por la ventana que llovían copiosamente florecillas azules, tan azules que se confundían con el cielo. Flanqueé un par de pensamientos tristes, los escupí por los ojos y murieron entre las flores celestes que alfombraban las calles. Observé cómo una bellísima mujer bailaba entre la vegetal lluvia con un ritmo hermoso que halagaba cada gota de miel en mis venas. Cavilé un poco, después relegué mis pensamientos a la inexistencia y sólo me dejé llevar por el baile de la dama entre las flores que ya superaban mis rodillas, en las calles del pueblo.
    Aunque yo no sabía bailar, sus manos me enseñaron suavemente; sopló con su aliento dulce una breve estrella palpitante que entró en mis ojos tristes y así brillaron luz alegre, diáfana como el amor. Ya no pensé en nada que no fuera en la hermosísima mujer que danzaba entre las florecillas azules del cielo.
    Hay veces que no llueven flores azules, las más de las veces, diría; llueve leche amarga, café agrio, hiel púrpura, llanto amarillo, u otras decenas de cosas calamitosas y terribles. Tampoco la bella damita baila siempre; sin embargo todas las mañanas, sin que falte una sola, desde aquel día, despierto y miro por la ventana con la inquebrantable ilusión de ver las flores azules caer del despejado cielo, de admirar a la divina mujer en su celestial y seráfica danza, y sobre todo, observo cómo se sienta apacible en la banqueta, jugueteando con sus dedillos etéreos, mi esperanza, aguardando la felicidad de esos días de lluvia azul.





¿Un niño asesino?

    Miraba con melancolía al mundo. Su cabeza agachada, sus ojos como tizones apagados humeaban muerte. Odio en sus mejillas; desilusión en los labios. Sus dientes tiritaban de rabia. Sus manos eran pequeñas, cerradas tensamente para golpear a Dios y a Su Creación. En la frente le escurría sangre ajena, sangre del que yacía apuñalado en el suelo. Un oficial le sostenía de los brazos con brusquedad y preguntaba:
     –¿Por qué lo hiciste?
     Y más se tensaban los puños de aquel pequeño que no superaba los once años de edad. Había apuñalado a otro niño, un compañero de clase.
     –¿Por qué lo hiciste? –le repetía el oficial.
     –¿Por qué no? –gruñía salvajemente el infante.
     –¿Qué no sabes lo que está bien y lo que está mal?
–inquirió el policía.
     –¿Por qué debo saberlo? –respondía el niño.
     –¡Contéstame, no me preguntes! –repuso el uniformado.
     –¡Contéstame tú! –chillaba el muchacho.
     En ese momento llegó turbada la madre del pequeño asesino.
     –¡Qué has hecho, hijo del diablo! –grita la mujer fuera de sí.
     –¡Dijo que eres una puta, mamá! –repuso el niño con su voz ahogada. La madre se agachó para llorar amargamente porque sí… era una puta.




La espera

     –¡Madre, aquí estoy!  Aquí está tu hijo, tu pequeño eterno. Sé que te he hecho sufrir desde que me fui, hace ya tantos años. Habré pasado siglos en prisión; no lo recuerdo. He sentido mil labios de mujer interrumpiendo mis andanzas, deteniendo mi regreso a ti. Quizá he gastado monedas suficientes para llenar con ellas el represo que brinda agua a tu pueblo, a mi pueblo, del cual renegué. Tantos años tras una celda por robar un miserable alimento; Víctor Hugo no exageró en su obra. ¡Cuán miserable se es cuando el único abrazo que se recibe es brindado por los barrotes de la celda criminal, cual rata! ¿Y no es más el hombre que una rata? De eso ya no estoy tan seguro. En este mundo no hay más certidumbre que la muerte. Salí de prisión, salí como no era, siendo quien jamás había sido. Volví a la libertad, supuesta libertad, esclavo de los impulsos. Vagué, entonces, algunos años. Conocí todos los vicios; me entregué al desenfreno, hasta que una mañana desperté en algún lugar y supe que tenía que venir a ti. Y aquí estoy. Aquí está tu hijo, tu pequeño eterno.

    –¡Sí, hijo, yo siempre te he esperado! Una vez te esperé nueve meses, y aunque sabía donde estabas, la incertidumbre y la inconstancia del latir de tu incipiente corazón me torturaban. Esperaba ver tu rostro, rostro sólo en sueños admirado por tu desesperada madre. Llegó el día en que tú viste luz y yo te vi a ti, mi luz. Y sufrí cada día más por tus manos, por tus piernas, por tus ojos, por tu corazón. Siempre te he esperado. Cuando te encaminabas a la escuela, mi pecho latía temeroso de que el destino separara nuestras líneas, atemorizado de no volverte a ver, de no sentirte de nuevo; de no escuchar tu voz. Cada día, lo mismo me flagelaba. Nunca imaginé que la espera de aquella mañana, una mañana cualquiera, fuera a ser tan larga, tan dolorosa; ¿acaso no fuiste sólo a arrancar una flor al campo? Eso creí. Después, ya tarde, ya de noche, supe que la flor que arrancaste aquel día te dejó de amar, y lloré pues mi pequeño regaba con llanto la tierra removida donde alguna vez estuvo sembrada su ponzoñosa y amada flor. Pude saber todo lo que sufriste y sufrí contigo. Mi mensajero el sol, mi confidenta la luna, no te dejaron un solo instante, menos habría de dejarte yo. ¡Sí, hijo, yo siempre te he esperado! Ve, pues, sin demora a la cocina, sucia y abandonada como todo en esta casa que alguna vez fue un hogar. Toma el martillo y el cincel que están dentro de la canasta roja. Vuelve aquí, al patiecito, donde tanto jugueteabas hace ya mucho tiempo. Agarra el martillo, acomoda el cincel y martilla hasta abrir esta vieja tumba; entonces  entra en ella, para que estés junto a mí. ¡He guardado un lugar para ti!





Confort

     Llegué a casa tras un largo y difícil día, después de haber visto la injusticia y perversidad que desborda al mundo y lo estremece en frenética histeria; ¡hermosa tierra que sacude la peste sobre su piel!
     Después de meditar un instante en la entrada del hogar, respiré la frescura del anochecer y saboreé el relieve etéreo de los agonizantes rayos del sol que estriaban el cielo poniente.  De súbito experimenté algo que de alguna manera fue aliciente y esclarecedor: sentí un gran confort al pensar que pudiera quizá existir el infierno en espera del hombre y sus demonios.




Deseos del Tiempo

     Siempre soñé ser como el Viento. Me ilusionaba jugar con el cabello de los transeúntes, me emocionaba pensar en los días de fiesta ciclónica en que dejaría de ser sólo un manojo de soplidos débiles para convertirme en un rugido sordo, fluctuante, que canta y calla intermitentemente. Soñé muchas veces con eso. Me arrastraba, mientras tanto,  por la línea inequívoca que me caracteriza desde el inicio de la existencia. Cuando no existía el Viento no me interesaba ser nada más que lo que soy yo mismo, porque quizá yo soy todo: tenue es lo que divide el Todo de la Nada. Estaba orgulloso de mí,  todo hablaba de mí. ¡Soy un rumor irrevocable del cual absolutamente nada escapa! Pero cuando apareció el Viento con su sonidillo, como un suspiro de alivio entre los brazos del mundo, quise ser como él, sin un rumbo definido, torbellino disperso que aparenta, al menos, no ajustarse al latido de mi etéreo corazón.
     Amo el Viento desde que nació en la ventura del vacío espacio universal y viajó hasta una atmósfera viva, donde generaría su bello arrullo, entre el bestial choque de su presencia y la materia que conforma las tres dimensiones que me proceden. Después me pensaron, y trataron de entenderme, de conocerme, y me nombraron. Pero me daba en cara escuchar ese tic-tac que me atribuyeron, poco elocuente, cretino y petulante, como quien lo creó.
     Aún creen que soy constante, eterno, indomable, y así les dejo suponer a Los que piensan (se hacen llamar humanos). Pero donde no ven sus ojos, donde no comprenden, juego a deformarme, a ser efímero, material. Soy la esencia del Universo, Él se dispersaría sin mí.  Sin embargo, yo sólo quiero ser Viento, libre de toda atadura, libre de mi propia regla, quiero ser una brisa en la espesura del mar, soplar sobre las criaturas mortales, escudriñando su mortalidad; deseo escurrirme entre los colosos de piedra que surgen de la tierra, como gigantes muertos, escaparme de la esfera de la vida.
     Ya no quiero ser Tiempo, porque existe el Viento y en él encuentro una razón más importante para seguir existiendo: en el Viento converge el concepto, lo invisible que toca, que mueve, lo inmaterial que se materializa en el beso, en el contacto, como el amor, gran virtud de Los que piensan; converge en el Viento la acción, la espontaneidad, la constancia, la pasión, la calma, y ante todo, en él existe la caricia eterna al mundo que lo sostiene. Por eso quiero ser Viento y no Tiempo; por esa razón, aunque rijo el mundo, sueño con ser libre, aun en contra de mi propia existencia…




Herencia
     Él juró a su madre, por su vida, por lo más sagrado, que nunca y bajo ninguna circunstancia sería poeta, como su padre; ella no quería que su hijo muriera aniquilado por la tristeza y la soledad, como mueren los poetas, como su esposo sucumbió. Pero una nochebuena, bajo el árbol navideño, un regalo desconocido apareció envuelto en terciopelo negro. El joven lo abre con sumo cuidado; olfatea el objeto que fue desenvuelto, como si oliese el perfume de las hierbas del campo. Su madre se paraliza de espanto ante aquella repentina aparición: es un libro, un poemario, y el envoltorio no tiene tarjeta alguna, como si el mismo demonio lo hubiera puesto bajo el árbol.
     La mujer supo que ese día entró la muerte entre las hojas del libro, y se le metió en lo profundo del alma al pequeño. Por la noche el muchacho leyó de un solo golpe todo el poemario.  Ella no pudo impedirlo.  La poesía había entrado en las venas y en el corazón de su hijo, enredándosele en cada neurona del cerebro, reclamando su vida también, como la de los poetas y la de su progenitor. El ensueño cerró sus ojos frente a las creaciones que de la sangre le nacieron, poemas que en sí contenían su alma en trozos. Y al final, la madre comprendió que ella perdía a un hijo y el mundo ganaba otro loco más, un poeta que le cantaba a la creación, desde el fondo de las páginas de sus libros, herencia de su padre.



Hay algo mágico en sus manos

     Hay algo mágico en sus manos, un  solemne augurio de eternidad. Cuando la vi por primera vez, no imaginé ninguna clase de futuro maravilloso, fantástico, ni pensaba en posibilidades inverosímiles con ella; sin embargo cada vez que toqué sus manos se estrechó en nuestras miradas un lazo invisible, único, maleable, pero sólido como el hierro. No supe qué extraña alegoría anunciaba el frío de sus dedos que encendió el fuego en lo más hondo de mi estómago.
     Antes, el amor me era ajeno; lo miré, acaso, pasar algunas veces por una ventana, discrepar en plazas o parques, o lo había escuchado susurrar en alguna sala de cine, escondido en las butacas; quizá la vez que estuve más cerca del amor fue una tarde solitaria y llorona cuando un poeta cantaba en su verso loco: ¡Con un vaivén el amor se esconde de la alegría y el dolor!
     Pero cuando toqué sus manos de mujer entendí algo que no comprendía hasta entonces: entendí que no todo es comprensible y que esas manos suaves eran, en ese momento, el cuerpo y representación fiel e inequívoca del amor. Así lo pensé. Entonces decidí empezar la más dura batalla que jamás había librado. Empuñé mi espada, imaginaria por supuesto, observé concienzudamente los ojos de mi enemiga invisible, la Melancolía, y arremetí contra ella hasta herirla en su engañoso e incierto corazón; pero su pecho, hecho de nada, seguía viviendo, y continué sin reparo mi lucha contra esa necia e ingrata compañera de tantas noches.
     Sus manos femeninas me brindaban esperanza. Seguí la lucha contra mi garganta, mi estómago, mi cerebro y mi pecho; sus dedos, ¡bendita sea!, me hablaron en un lenguaje de caricias; me pidieron que dejara de luchar, me enseñaron que un hombre no debe pelear contra sí mismo, contra su garganta, su estómago, su pecho, o contra nada de sí.
     Miré que el sol huía hacia el norte, lejos de su ocaso, como un aventurero en la negrura del desierto. Después, sin desconcierto, me percaté que el cuerpo del amor no eran sólo sus manos, también era su cabellera; más tarde, entendí que incluso sus ojos eran amor, puro amor.
     Cierta madrugada oscura, sin estrellas, lloviznó sobre mi tristeza y nació en su árida tierra una certidumbre: toda ella era amor. Corría un arroyuelo por las calles. ¡Dios se acuerda de mí, son las tres de la mañana y llueve!, gritaba mi soledad; ese Viejo Dulce lloró conmigo cinco minutos y mi alma se confortó, descansando sobre el asfalto húmedo otros cinco minutos.
      La lluvia germinó en su vientre de dama. Entonces entendí incluso lo incomprensible: lo incomprensible no se piensa, se siente y sólo entonces se comprende. Después brilló mi afán sobre cada gota de lluvia de la madrugada y supe al fin que el amor no solamente estaba en sus manos, en sus cabellos, como serpientes cobrizas, y en sus ojos; el amor estaba acumulado como claustro de vida, todo acurrucado, sin tientos de mentira, como fuente que mana inagotable, guardadito en su vientre de mujer madura, recién dejada de la niña inmadurez; ahí el amor nacía y alimentaba el cuerpo de ella, el mío, y el del mismo Universo reventado de estrellas. Dentro de su vientre el amor puro se chupa el dedo y garabatea en las paredes de carne tibia la silueta de esa vieja escurridiza, de la eternidad, con un dejo de ilusión, mientras le estrechamos las manos juguetonas a través de la tenue pared de su hogar.




Profecía

     Esperábamos con impaciencia una lluvia  de fuego del firmamento, un millar de plagas apocalípticas, otra gripe de cerdo, que después no fue de cerdo, que aniquilara a la humanidad. Nos angustiaba una corteza terrestre desplazándose en veloz carrera y una inevitable inversión de los polos magnéticos. ¡Nos era espantosa esa visión! Quizá nos aterraban un centenar de guerras (nucleares, químicas, biológicas). También nos horrorizaba pensar en un puñado de terroristas atacando el mundo, pertenecientes a distintas organizaciones extremistas como la “FVA”, o la “TRD”; o tal vez la inhumana agrupación guerrillera “WFNB”, que en cualquiera de los casos las siglas no significaban mucho. No podíamos negar, por supuesto, que nuestras sospechas, casi paranoicas, estaban también dirigidas a un líder maligno que devastaría la civilización humana. Todo, absolutamente todo estaba presagiado por profetas, libros, sabios, magos y demás. Pero nadie vaticinó la desgracia real, en todas sus dimensiones, inevitable, que ese terrible año 2012, milenariamente augurado, nos revelaría.
     El 21 de diciembre del 2012, fecha exacta de la desagracia prevista, me he levantado temeroso. Echo un vistazo por la ventana, y para mi sorpresa la civilización aún se mantiene en pie a las 10:35 de la mañana. Todavía le queda vida al día para que pueda concretarse el exterminio, he pensado mientras se dibuja una sonrisa agridulce en mis labios. A las tres de la tarde no ha caído fuego del cielo, aunque la temperatura es alta gracias a que el tristemente popular calentamiento global ha causado un invierno cálido, tanto que se le podría llamar infierno.
     Con toda la desilusión en sus corazones, las personas apasionadas al fin del mundo ven llegar las 11 de la noche y el hombre sigue sobre la tierra. Increíblemente no ha estallado otra guerra, fuera de las ya existentes; tantas que con eso basta para ponerle fin a la humanidad. A media noche tengo la terrible revelación, la horrible certeza de que la desgracia, el cataclismo, es en perjuicio de nuestra profanada naturaleza, de nuestro mundo, de nuestra madre tierra. Ella continúa padeciendo nuestra ceguera, impertinencia y desconsideración; sacudiéndose, como enloquecida, convulsionándose en su pena por causa de nuestra estupidez crónica hasta que tenga el gozo de poder, justamente, echarnos de su bella piel para siempre. ¡No más contaminación, no más experimentos, no más idiotez!, eso clama. El 2012 fue un año más de necedad de nuestra parte, esa es la verdadera desgracia, por el momento.


 

 

El jardín de Otneimirfus


     En el oscuro jardín de Otneimirfus vivía el Amor. Y enterrada en ese mismo lugar descansaba la Muerte, hasta que un día el Amor la desafió a salir de su sepultura. La Vida no existía, no de la forma que la conocemos, por eso la Muerte era inútil, no era indispensable en la superficie del jardín. Después de que el Amor retó impertinentemente a la Muerte para que abandonara su entierro, ésta emergió sin tener idea de lo que debía hacer en ese mundo, hasta entonces, desconocido para ella. Fue así que la Muerte se sintió enfurecida en el acto para crear la Ira. Después detestó por algunos minutos al Amor y nació el Odio. El Tiempo ya existía. Lanzó injurias, jamás oídas, y peleó con el Amor y ahí la Guerra aparecería en la historia. Vio la belleza del jardín y dijo al Amor: ¡Cómo he podido estar tanto tiempo en el olvido, y tú disfrutando tanta hermosura! Y de un chispazo brotaba la Envidia. La Muerte se abalanzó furibunda contra el Amor y lo golpeó hasta destrozarlo y matarlo; aquí la Muerte encontró su fin, su objetivo: hacer morir a los seres. Con esto último también nació la Vida, pues al existir la Muerte activa debía haber un estado inverso que le permitiera justificar su existencia; debía existir la Vida efímera y frágil, siempre dependiente de la Muerte y sus decisiones. La Muerte se regocijaba al empaparse de la sangre del Amor, para que naciera lo que mucho tiempo después sería conocido como “Sadismo”, en honra o deshonra del polémico Marqués de Sade.  
     Más tarde Otneimirfus volvió al jardín y sintió una devastadora angustia al ver aquel horrible espectáculo, y aquí el Miedo hizo su aparición. Temblando indagaba sobre lo acontecido en el lugar, y la agresora contestó:

     Yo soy la Muerte. Soy a quien ha escuchado murmurar, en muchas ocasiones, en lo profundo de la tierra de su jardín. Me ha sido permitido liberarme y se me ha encomendado, además, la tarea de hacer lo que  aquí ve. Esto que le ha ocurrido al Amor será llamado muerte; así se me ha dicho, se me ha ordenado. ¡No es cosa mía, le aseguro!
   
     Y aquí nació la Mentira, puesto que nadie ordenó a la Muerte  hacer aquello a lo que después se le conocería con su nombre; también con su acción había aparecido el Homicidio. Otneimirfus ingenuamente lo creyó. 
     Aun comprobada su inocencia, Otneimirfus fue llamado “Sufrimiento”, por permitirse ser engañado con tanto descuido y haberse amistado, además, con la embustera Muerte. En deshonra fue invertido su nombre como símbolo de engaño; no le fue impuesta alguna otra penitencia.    
     Aunque algunos pensarían que realizar su labor podría ser una forma de condena, él no lo considera así.  Otneimirfus es justo, no se inclina por el bien o el mal. Quizá después de su castigo no quiso creer ni dejar de creer, por lo que sólo hace lo que tiene que hacer, con total ecuanimidad.
     A la Muerte al ser arrojada del jardín se le perdonó su osadía, pero no se le permitió regresar a éste; ahora vaga taciturna y solitaria repitiendo de muchas formas lo que hizo con el Amor. En cuanto al bravucón y altanero Amor se le devolvería la vida, sin embargo, como castigo por haber retado indiscretamente a la Muerte y haberla provocado, se le condenó a vivir, morir, para darle justicia a la Muerte, y vivir de nuevo, hasta el fin de la historia, cuando el tiempo deje de dibujar su línea en cada espacio del universo. Por eso es que el Amor muere y vuelve cuando no se espera. Del jardín de Otneimirfus se sabe poco, algunos dicen que es el cielo; otros que es el mismísimo infierno.




Posdata
(A Oscar Peña,  Requiescat in pace)




Estimado amigo:

Es un gusto saludarte. Espero que te encuentres muy bien. Te comento además que por el momento no podré ir a visitarte a tu nuevo hogar, me es imposible. Tengo algunas cosas que terminar y mi intensión es hacerlo, aunque ya sabes cómo es esto; uno no decide, pareciera que hay un millar de circunstancias que toman las decisiones por nosotros. De cualquier forma, te quiero decir que siempre estás en nuestros recuerdos y un día, sin duda, estaremos listos para emprender el viaje hasta donde estás.

Sin más, te envío esta misiva de momentánea despedida.

Sinceramente…

Tu amigo A

PD. Debo confesar que tuviste buen gusto al escoger ese cajón antes de tu muerte. En realidad te veías bien en ese féretro café caoba; hubiera jurado que estabas solamente dormido.




Las ratas

     Las ratas se comportan sospechosamente. Desde hace algunos meses se ven perspicaces, silenciosas. Si las observas furtivamente, cuando creen que están solas en las casas, caminan en dos patas, cuchichean en secreto sabrá Dios cuántas cosas; gustan de dormir sobre las camas limpias, y en montones dejan las alcantarillas para emerger como un río grisáceo hasta las aceras y los edificios de la ciudad. Sin embargo, ayer fue el colmo cuando una de ellas me riñó en la puerta del baño, asegurando que le era preciso entrar antes que yo, y al no satisfacer su exigencia sólo juró, con gran furor, que no me dirigiría la palabra por mucho tiempo, en vez  de brincar sobre mí y morderme como era de esperarse en una rata decente.
     Hoy todos los vecinos de la colonia hemos decidido mudarnos cuanto antes a las cloacas, donde sin duda podremos tener una vida digna y tranquila.



Página 96

     Hay cosas que nos obsesionan. Simplemente uno mismo no puede irse, apartarse de esas cosas, o resignarse a ellas. Así pasa cuando mueres y se supone que es hora de partir. Algunos se quedan en este mundo por sus familias, por todos aquellos a quienes amaron;  otros por sus bienes materiales; otros más, por simple miedo a la inexistencia. Yo me quedé aquí, obsesionado y realmente desesperado, por un simple hecho: “la página 96”. Si hubiera sabido cuando cerré el libro en esa página, pensando en continuar al día siguiente con su lectura,  que nunca lo abriría de nuevo, me hubiera leído el texto entero aquella misma noche.
     No hay peor cosa que una historia sin terminar, así dicen y estoy de acuerdo. Puedo imaginar mil desenlaces para esa historia, para ese libro que dejaba inconcluso a partir de la página 96, pero no el final real, el que el autor concibió; más bien el final que yo quiera imaginar. Uno mismo no tiene control de las cosas; también el libro de nuestras vidas se queda inconcluso, pero sólo para nosotros que no vemos nuestro propio desenlace. Así dejé aquel libro, sobre la cómoda, cerrado, pendiente para siempre, en esa página infame. Esa noche se me paró el corazón mientras dormía, sin despedirme de nadie y sin terminar de leer. Y aunque no hay cosa peor que una historia sin conclusión, no pude hacer nada al respecto; uno nunca disfruta su propio final, eso se lo dejamos al público, a quienes nos sobreviven y conservan su consciencia para presenciar el final ajeno. ¡Sabrá Dios en qué página puedes dejar de leer tu propio libro!




Caminos

     Iba un hombre al pueblo más lejano, cansado de la ciudad, en busca de una mejor vida; tumbaba las hierbas y la maleza a su paso para hacer el camino de llegada hasta esa provincia remota. Al llegar, la gente en el poblado le agradeció el camino de salida que él creó para poder llegar hasta allí, porque así todos los habitantes irían a la ciudad en busca de una mejor vida.




El último recuerdo

     Llovía copiosamente, el aguacero empapaba el cartón de las casuchas. Manuel no sabía cómo la choza en la que alguna vez vivió se mantenía en pie después de tanto tiempo de tormentas y abandono (dos años atrás había decidido dejarla para buscar fortuna y lo había logrado). Entró decidido a recordar lo que después de ese día debía olvidar para siempre: su miseria, la muerte de su esposa y de su hijo a causa de la misma. Dentro lloviznaba incluso más que en el exterior. Salió sin demorarse demasiado; sólo recordó lo necesario, un par de remembranzas, las pocas que no le deshacían el alma; se sentía satisfecho, sin embargo, de haber ganado dinero suficiente para ya no vivir allí. Sus antiguos vecinos, compañeros de desdichas, aún nadaban en sus casuchas inundadas todas las temporadas de lluvia, desesperados por proteger a su prole harapienta y sus pocas propiedades.
     Vio la escena y decidió partir presurosamente. Las penurias de sus viejos amigos le causaban melancolía y repugnancia; y ellos al verlo sintieron más rabia aun por su propia pobreza. Manuel dejó para siempre el recuerdo bajo el techo destrozado de aquella vivienda, donde murió de miseria su familia. Mientras se marchaba sin dirigir siquiera un furtivo adiós, los vecinos le miraron silenciosos, sin reclamo, con los ojos tristes, como quien ve su última esperanza escapando de sus manos, y continuaron sus faenas, franqueando la pobreza que les empapaba los pies a sus pequeños y a ellos mismos.



Paliativo

     Es delicioso tomarse una taza con café, oler el ondulante vapor antes de cada trago. Fumarse un buen cigarrillo reanima, te hace sentir libre aunque en realidad te esclavice. Disfrutar el amor aclara lo que sientes y te nubla un poco el pensamiento. Todo, absolutamente todo, tiene un beneficio y un perjuicio. Eso lo entiendo bien. La misma muerte tiene esta doble cara: es necesaria, pero dolorosa. Siempre está uno mismo en busca de mitigar el sufrimiento, la tristeza y la desesperanza. Yo hallé una forma de contener todo eso. ¡Simple y sencillamente me dejo morir! Cada día muero un poco. Cuento los minutos, busco la manera de medir cada trozo de vida que se va extinguiendo. ¡Si tan sólo existiera un instrumento, un artefacto, un método que midiera cómo se va muriendo un hombre!; sin embargo no existe, sólo se muere y ya. Pero morirse a propósito es un proceso, una disciplina, un arte. En eso me entretengo, mientras a mi alrededor la mayoría de las personas se conforma con morir inadvertidamente y, por supuesto, mientras tanto, se distraen de todos lo residuos negativos de la vida con pequeños detalles, como un buen café, algún aliciente vino, amor; pensando que son gustos, satisfacciones. Cada quien distrae sus miserias como le place. Mi paliativo es ése: ver como la muerte llega día con día,  mientras quizá me fumo un cigarrillo y me tomo, sorbo a sorbo, una taza de café, para la espera ineludible.




Reflexión poética sobre el amor

     El amor no comprende la cordura, no entiende el nunca más, no  acepta el soliloquio de la soledad, el sueño desvanecido. El amor duele en el pecho, en la boca abandonada, en las manos vacías; contraría a la razón y engaña a la realidad. Amar es un momento eterno que se va fugazmente y vuelve, una y otra vez; se quiere vivir para siempre y morir de amor cada día,  abandonado en los recuerdos, acompañado en la soledad. Quien ama es como un loco que descifra el mundo, como el sol en la noche, semejante a un dios sin universo, sin mundo, sin hombres.
     Es un todo dentro de la nada, como un cielo negro en la noche clara. El amor es la sangre raspando las venas, una lágrima secando la piel, una esperanza insólita que nadie cree y todos esperan. Quien ama cruza el mar árido, el desierto húmedo, saborea el hielo con cálido fulgor; odia a quien ama, olvida día a día cada palabra y recuerda para siempre su significado.
    El amor es la mentira más cierta, más creíble; es como una barca en la tempestad, repleta de alegres navegantes; es la piel tersa de la vida, el dolor más deseado, la muerte de la muerte, el sabio más ignorante; tú y yo, dudando de nuestro futuro, luchando por nuestro presente.
    El amor son tus ojos buscándome en la multitud, y los míos mirándote en las estrellas de oriente, es el ruido del viento diciendo tu nombre, susurrando mi dolor y mi alegre desesperanza. Amo la contrariedad de amarte, el enojo y tu duda, la seguridad de tus labios, el adiós de nuestro encuentro diario. Adoro cuando te dejo en la noche, porque sé que en la mañana te encontraré de nuevo en mis brazos, en mi cielo y en mi alma.

Extranjero 

     Miró cómo aquella fantástica nave color azul grisáceo descendía sobre un sembradío espeso y extenso, con un insoportable ruido que resonaba estrepitosamente en los cerros lejanos. Sentía una tipo de espanto y furia a la vez, una incertidumbre que sin embargo estaba seguro despejaría un sin fin de dudas y cuestionamientos sobre su futuro. Ya en el suelo, la nave abrió una puertecilla lenta y pesadamente, mientras el corazón del temeroso testigo casi salía por su boca. Él esperaba encontrarse un ser grotesco, con ojos grandes y abultados, quizá de piel gris, verde, roja, o de algún otro color inverosímil y desconocido. Lentamente vio descender por la rampa que salía de la puerta un personaje que calzaba un par de botas negras. Conforme abandonaba el vehiculo podía observarse el resto de la fisonomía de aquel ser extraño, invasor terrible, sin duda. Sintió en ese momento que le tomaban de los brazos, tal vez un par de congéneres del invasor. Se dejó conducir por sus aprehensores; estaba tan consternado que todo le parecía un sueño revelador y detestable. En la confusión miró atónito que el ser recién llegado en el enorme transporte aéreo desconocido, era un hombrecillo de pequeña estatura, igual que sus compañeros, quienes salieron de algún otro aparato oculto entre la siembra. Parecían tan semejantes a él mismo que hubiera jurado que eran totalmente iguales, sólo un tanto más pequeños. Le tomaron con rudeza y lo introdujeron en un aparato de ruedas, igual a una celda. El individuo que descendió de la nave respiró profundo, como disfrutando el aire del lugar, habló un confuso lenguaje y subió de nuevo a la nave que se elevó en segundos.  Sólo entonces el preso comprendió que lo rumores de que los fantásticos e ilusorios  seres humanos realmente habían llegado a su planeta para perdición de éste y de todas las especies que vivían ahí, tal como ocurrió con su propia tierra. Era él ahora un extranjero en su propio mundo.





San Lucerio

     San Lucerio es un pueblo que pocos conocen. Yace sobre una meseta muerta, seca, rodeada del verdor de un bosque espeso que contrasta con la villa misma, fantasmal y estéril. Corre un riachuelo claro en medio de un caserío abandonado y el viento es cálido. San Lucerio es el hogar de dos personas, tristes y mortecinas como el espectral poblado. Son un hombre viejo, al igual que los árboles de los alrededores, y una mujer joven, bella como la noche de estrellas en la oscuridad absoluta de San Lucerio. Sólo en su casa de piedra lívida, rudimentaria pero fuerte, hay una vela encendida por las noches; la única luz en aquellas penumbrosas noches. En las otras viviendas viven muertos; simples recuerdos de vivos, y ellos no necesitan encender velas para alumbrar sus miradas perdidas en la inexistencia; solamente el anciano y su mujer lo hacen. El viejo le dice a su joven compañera, todos los días, como un ritual solemne: “¡De esta noche no paso!” Le explica además que ella será joven para siempre, porque si un día envejeciera y muriera también la vela de aquel hogar se apagaría sin remedio, sin tener quien la prendiera, y la luz no entraría más en el pueblo muerto.
     El resplandor de la luna no entra en San Lucerio, se lo traga el bosque, lo engulle tal si fuera un animal hambriento. Pero el viejo, encorvado y decrépito, siempre amanece vivo y la mujer siempre es joven. Se aman por las noches mientras la flama de la vela serpentea jugueteando con las sombras de los dos mientras hacen el amor. Y los fantasmas del lugar murmuran, en tanto que los dos amantes se entregan el uno al otro; al final, como siempre, el viejo cierra los ojos y susurra antes de dormir: “¡De esta noche no paso!”  Apenas sale el alba la vela se apaga y los murmullos callan. Ambos sueñan despiertos en su próximo encuentro nocturno y se preparan para encender la llama al anochecer. San Lucerio es el fin del mundo, en este extremo del bosque ya no entra ni la muerte, únicamente viven a perpetuidad la desolada pareja y los fantasmas en las casas.




El violín

     Un antiguo violín cansado de vibrar, de cantar, enamorado de las manos de su amo, triste por su reciente abandono, decidió quebrarse, romperse en trozos, pues su dueño no lo tocaba ya, no lo acariciaba como en aquellos inolvidables conciertos en esplendidos teatros de toda Europa. Su solo nombre de noble cuna, italiano de nacimiento, le debiera haber garantizado la lealtad de su dueño; pero el músico entusiasmado con su éxito, sin consideración lo abandonó en su estuche para tocar otro violín, como si fuera una simple y corriente pieza de colección. Él sabía que estaba hecho para librar batallas en el escenario, para enamorar, hacer llorar y sonreír a todo cuanto le escuchara al ser tocado por buenas manos. Pero ahora, abandonado como una reliquia que no debía ser manipulada, acaso observada, en su estuche reventó sus propias cuerdas, su diapasón, su tapa armónica de fina madera y se entregó al olvido, según creyó.
     Una cierta mañana, el artista, después de una larga ausencia, vuelve a su hogar. Se encuentra entonces al abrir el envoltorio del instrumento con un montón de piezas astilladas de madera fina y cuerdas metálicas retorcidas, como si hubiesen sufrido una tortura inconcebible. Una lágrima corrió cuesta abajo por su mejilla, mojando los restos muertos de su violín. Ya no lo acariciaría más, no reposaría su mentón sobre su compañero incondicional. Callaría para siempre. Recordó decenas de teatros, cuyos públicos conmovidos alababan su virtuosidad y la dulzura de las notas de su violín. Abundó aun más su llanto cuando unía en lo posible, trozo a trozo, los restos del instrumento. Con poca claridad se leía: “Antonius Stradivarius Cremonensis, Faciebat Anno 16…Nunca más sus manos lograron arrancar notas tan hermosas a otro violín; con su compañero se fue su virtud, con el violín se extinguió su música para siempre y su llanto no cesó.


Quinientas mujeres, diez hombres, tres animales, dos casas,
un automóvil y una docena de paisajes campestres

     Un hombre amó a quinientas mujeres, diez hombres, tres animales, dos casas, un automóvil y una docena de paisajes campestres; cuando decidió amarse él mismo, se quedó lastimosamente dormido en la banca de un parque y ni las quinientas mujeres, diez hombres, tres animales, dos casas, un automóvil y la docena de paisajes campestres pudieron impedir que en esa misma banca quedara muerto repentinamente. Fue tarde cuando se acordó de sí mismo, y ese camino que había tomado ya no tenía retorno para regresar a remediar la situación.



El lobo que quiso ser Rey Mago

     Los tres reyes magos aparejaron sus respectivas bestias de transporte para emprender un largo viaje. Melchor montó el caballo; Gaspar su camello y Baltazar un elefante. Eran animales comunes en sus respectivas tierras de procedencia. Cabalgaron largas jornadas, guiados por la esperanza y una estrella del firmamento. Un hombre que los vio indagó sus procedencias y sus intenciones al realizar el viaje. Le contaron su historia y continuaron la aventura. El insensato hombre, admirado por lo que había escuchado de los viajeros, decide convertirse en rey: se acomoda sus mejores ropas, no obstante miserables; toma una rama como báculo y busca un animal en el desierto en el cual montarse para comenzar su camino tras los nobles extranjeros, guiándose por el mismo astro descrito por ellos y que no podía él distinguir en la infinidad del cielo.
     Se encuentra entonces con un lobo escondido entre las rocas. La fiera le gruñó dispuesta para el ataque, pero el hombre le ofreció un trozo de carne de cordero y lo calmó. Con sumo cuidado montó al animal y éste apenas pudo con su peso. Increíblemente aquel absurdo jinete había logrado avanzar una jornada sobre su lomo, sin alcanzar, por su puesto, a los tres reyes sabios. Al bajar de la bestia, ésta huyó inmediatamente entre el desierto. Él creyó que volvería, y con esa certeza en su alma, durmió. Mientras el hombre dormitaba, el lobo sigilosamente volvió y lo devoró despiadadamente.
     A su regreso los tres reyes deciden descansar, y lo hacen en un paraje seguro, según creyeron. Ya era de noche. En tanto charlaban animadamente de su feliz encuentro en Belem, junto a una fogata, se percataron de la presencia de un lobo frente a ellos, sentado sobre una piedra, vestido con ropas destrozadas, sucias y con un báculo sostenido trabajosamente en sus garras, sin duda las pertenencias del hombre que devoró tiempo atrás. El animal suplicaba que le permitieran acompañarlos, ser como ellos, aseverando su noble casta; pero con gran prudencia no aceptaron su petición, por lo que el lobo furioso atacó el equino de Melchor, el dromedario de Gaspar; enterró el báculo en la frente del paquidermo de Baltazar, aniquilándolos ferozmente, y huyó a las sombras del desierto, a donde pertenecía. Los tres reyes buscaron otros cuadrúpedos en los cuales montar y regresar a sus dominios, horrorizados por lo ocurrido; sólo encontraron más lobos, serpientes y otros animales salvajes. Regresaron sobre sus pies a los reinos que pertenecían, pues supieron entonces que un hombre debía confiar antes que nada en sus propias fuerzas y voluntad, y tenía que ser lo que le era razonable y justo por derecho. Partieron alegres, pese a todo, siguiendo la estrella que aún les guiaba desde lo alto del firmamento y con la certeza que eran lo que debían ser.


Miseria

     Cuando suelo hacer mis paseos no recorro más de siete calles sin recordar que tan miserable soy. Quienes me miran piensan, quizá, en lo miserables que son ellos mismos y se confortan al pensar que debo de ser más desdichado yo; entonces se sienten menos desventurados. Sigo caminando…, veo a un hombre con un gran coche, una gran sonrisa y le acompaña una mujer que en lo más mínimo carece de atributos físicos; entonces yo me siento menos miserable cuando miro que aquéllos quienes se confortaban al ver la miseria mía, se sienten infortunados al no poseer el coche, la sonrisa de satisfacción y la acompañante de aquel sujeto. Por su parte, el elegante caballero se siente abatido al no tener la certidumbre de saber si su mujer le ama a él y a su expresiva sonrisa, que al fin y al cabo es lo único suyo, o realmente ella ama el coche, el dinero y los viajes que cada seis meses hacen a París, Bahamas, Londres o Jamaica. La mujer, incluso ataviada por su belleza y fortuna, se siente verdaderamente miserable al pensar: “¿A dónde iremos el próximo viaje?”. El caballero voltea, me observa y piensa en sus adentros: “¡Cuán hermoso sería no tener ni un centavo, para saber quien de verdad me ama!”, y se siente aun más miserable. Cuando paseo por la calle me percato que la miseria no discrimina a nadie, nos ama a todos por igual.



Insurrección

     Gabriel pensó que al robar un banco solucionaría sus problemas. Planeó meticulosamente el atraco, sin que detalle alguno se le escapara, según creía.
Aquella mañana, cuando despertó, se vistió para llevar acabo su prepósito sin dejar de sentir en su pecho una especie de orgullo enfermizo que le hacia sonreír con alegría. Al llegar a la entrada del establecimiento bancario se colocó una mascara, conforme a su plan, sacó un revolver obsoleto, pero útil para matar, y con él amenazó al guardia; lo arrojó al piso, gritándole lo más violentamente que pudo, como había ensayado durante meses, y fue hacia la ventanilla a exigir a un par de cajeras que le dieran cada centavo que tuvieran a la mano.
     La caja fuerte no le interesó, ni siquiera le pasaba por la cabeza. Tomó el dinero para partir apresuradamente. Al subir a su coche recordó un detalle olvidado, que hacía su plan imperfecto, inútil de alguna manera: robar por necesidad era un acto hasta cierto punto detestable, pero podía ser considerado como una acción desesperada, realizada por una persona abatida, quizá inconsciente de lo que hacía ante alguna desgracia. Sin embargo Gabriel no había hurtado por necesidad económica, había realizado su plan impulsado por una idea, por una ideología compleja, pensaba él. Hizo todo aquello como una forma de revelarse, de poner en manifiesto que era un insurrecto, un romántico detractor de la injusticia del sistema, de la terrible sociedad; deseba escupirle en su cara a todo lo establecido. Entonces haber cometido el robo, no significaba absolutamente nada si no dejaba huella alguna de su verdadera intención; para todos sólo sería un vulgar ladrón, si no aclaraba su propósito. Pero pasó por alto el imprescindible detalle de dejar una pista, una muestra de que su hazaña era una contravención que manifestaba sus ideales, en todo esplendor, su inconformidad y sincero interés en la humanidad. Se sintió desconsolado, triste, fracasado. Decidió entonces repetir en ese mismo instante su acción, pero en algún otro establecimiento, y sin plan. Poco más tarde estaba frente a otro banco, replicando lo realizado menos de veinte minutos antes.
     Esta vez dejaría un mensaje explícito; sólo se le ocurrió decir a los ejecutivos de la empresa que cuando llegaran las autoridades les dijeran que su delito era en contra del gobierno y sus instituciones, en contra del capitalismo y la desigualdad, así dijo Gabriel emocionado, sintiendo su heroísmo hasta los huesos, mientras violentamente amagaba a un empleado del banco. Pero el éxito logrado anteriormente no se presentó en esta ocasión; la policía llegó al lugar controlando la situación. No obstante, Gabriel no se sentía atemorizado, disparaba contra los oficiales, sin dar en su blanco; tomó un rehén de entre los clientes de la institución financiera mientras intentaba huir, pensando que eso facilitaría su escape. Tal vez lo hubiera logrado, sin embargo su prisionero forcejeó decidido, con valentía, hasta que se vio obligado a dispararle. Aterrado, Gabriel miró sólo humildad en las ropas y apariencia de aquel hombre derrumbado, ensangrentado, por el disparo que él mismo asestó en su pecho. Había atacado, entonces, a quienes se proponía defender en su insurrección. Se sentía atónito, paralizado, asqueado. Fue apresado en ese instante sin ninguna resistencia de su parte. Mientras le llevaban en el auto policial, después de haber sido aprehendido, pensaba en el hombre, víctima de su agresión, quien más tarde moriría, según supo en su celda. Abatido, reflexionaba sobre su vida; la vio pasar como un manojo de fotografías impresas en su memoria. En un par de horas toda su idiosincrasia y rebelión perdieron el significado, su existencia había caído en el fondo de un abismo, de un hoyo sin fin, sin escapatoria.




Plaga

     Ayer una grave enfermedad azotó a la tierra, comenzó en las orillas del mar muerto y recorrió Asia, Europa y África enfermándolo casi todo. La plaga es como un lunar negro que ensombrece los ojos de quien la padece y al final seca la carne, la sangre y la piel.
     Murieron primero los peces; después las aves, que caían en cascadas desde el cielo; al final los mamíferos. La humanidad africana quería huir a Europa; la europea huyó despavorida al continente Asiático y quienes vivían en Asia querían escapar a cualquier parte. Pero la peste avanzaba amenazadora por el imponente océano Pacífico. Arrasó con la vida del Atlántico. Los demás océanos también empezaron a marchitarse; los mares del mundo murieron en días, con la mayoría de sus habitantes. America esperaba la devastación, temblando su corazón. Algunos americanos querían huir a la luna, en sus absurdos aparatos de fuego, que sólo enfurecían más a la plaga.
     Hoy la enfermedad sólo ha dejado a unos cuantos. Quienes quedan, ya trabajan en reconstruir su mundo, tal y como lo conocían. Mañana, sin duda,  la plaga vendrá con más furia a arrasar de nuevo con el invasor que se empeña en creer que el planeta sólo es suyo.



La víspera de la muerte de Ruperto Alegría

     Ruperto Alegría amaneció muerto una mañana de lunes. Los testigos dijeron que todo el día anterior a su muerte anduvo triste y escandaloso. Dio lástimas por todo el pueblo, embrutecido por el aguardiente que a chorros se tomaba de la botella; pero él gritaba que si andaba borracho era de alegría, mientras secaba sus lágrimas delatoras de su amargura.
     Dijo que estaba feliz porque no pasaría de esa noche, porque moriría borracho como creía haber nacido. Ruperto sabía que antes del anochecer le cobrarían la deuda: se robó a Petrita, que no pasaba de los dieciséis años, una semana antes, y el hermano de la joven le cobraría con sangre aquella afrenta.
     “¡Si se las devolví enterita, igualita; hasta más mujer!”, pensaba. Pero lo matarían, sin duda en pocas horas. Se emborrachó, como diario lo hacía, resignándose a morir. Tenía oportunidad de defenderse, de luchar por su vida, sin embargo no quiso. Supo que realmente ya no quería vivir, desde el primer trago que le dio a su botella esa mañana dominical. “¡Pa´ qué vivo si no me quiere, si no se quiso quedar conmigo la Petrita!, ¿pa´ qué?”, gritaba como loco por las calles y en la cantina.
     Petra no lo quería; se la robó, así como así, quizá por una idea absurda que se le metió a Ruperto. La ultrajó, mientras la muchacha le rogaba que no lo hiciera. Pensaba que ella se hacía del rogar, que lo amaba, que solamente era cuestión de un par de días. Pero no fue así. Petrita lloraba implorando que la dejara volver a su hogar. Por eso la regresaría el domingo a primera hora. La dejó en la entrada, taciturna, paralizada de asco por lo ocurrido. El hermano de la víctima, Romualdo, la había buscado por días y para cuando se la regresaron, y se enteró de quien era el malhechor, decidió ir a buscarlo para darle muerte y limpiar la honra de la familia y de su hermana. Sin embargo no lo halló, pese a que Ruperto se paseaba por todo el pueblo sin precaución alguna; no se toparon el uno con el otro,  tal vez por decisión del destino.
     Ruperto se lo imaginaba, estaba seguro que el mismo día que la devolviera, antes que la ley le cayera encima, le darían de tiros o machetazos los parientes de la mujer a quien amaba y de quien abusó. Decidió darse un último gusto antes de morir, quiso escoger quien lo mataría. No estaba en sus planes que lo asesinara el hermano de Petra. Era temprano y agarró la parranda el día completo. Al amanecer del lunes, él mismo se asestó un balazo en la cabeza mientras estaba en el huerto de su casa, pensando en Petra y en lo ingrata que era por no haberlo aceptado. La víspera de su muerte, Ruperto Alegría anduvo festejando su tristeza, sin saber aún con seguridad que su vida y orgullo iban a extinguirse para siempre en sus propias manos y su corazón en las de Petra.





Cinco minutos

     Si tan sólo estuviera en mi país. Ahí la ley no mata cristianos; te meten a la cárcel y se acabó; aunque quién sabe si sea mejor morir. Esto pensaba José mientras dos enormes oficiales lo llevaban sostenido de los brazos, esposado de las manos y los tobillos, por lo que caminaba con dificultad a lo largo un sucio pasillo, repleto de ecos lejanos. Miraba tristemente todo a su alrededor en el mortal traslado adonde le quitarían la vida,  donde saldaría el delito, en su condena de muerte. Había pensado al principio de todo este asunto que le quitarían la vida en la silla eléctrica, eso creía, pero tiempo atrás le explicaron que ese era un método inhumano, que ahora lo aniquilarían con la Inyección Letal. ¿Y no es inhumana la mentada inyección?, se preguntó mientras le decían eso. Llegó a un cuarto pequeño, lo recostaron en una especie de cama quirúrgica, le sostuvieron las manos con un tipo de brazaletes mientras alguna voz explicaba el procedimiento y recordaba el crimen que el condenado cometió. Al oírlo, otra vez, como durante todo el juicio, al desdichado se le retorcía el estomago de amargura, de arrepentimiento, y le temblaba el corazón. Habían pasado ocho años desde que cometiera la terrible falta. Ahora sentía que era otra persona diferente; quien debía morir ya no estaba en su interior; ahora, él era un ser humano distinto, alguien que amaba la vida con pasión. Aprendió de Dios en el presidio, entrando en su alma un fuego inextinguible que ni la muerte apagaría.
     Veía un lejano público tras una ventana de la sala donde le colocaron, era como un espectáculo del cual era protagonista. En su desolación comenzó a contar el tiempo en su mente, aun con el terror en el corazón, tratando de apaciguar su inmisericorde angustia. 1… 2… 3 segundos… Pensaba, sin dejar de contar, en el odio que le tenía aquella gente tras los cristales, parientes sin duda de su víctima. Pensaba también que quizá ellos ya lo habían perdonado, motivados por la piedad del Creador, mientras que las leyes no lo harían hasta que, como hombre libre y honrado, al fin fuera muerto y enterrado. Sin duda lo sepultarían con la mayor sencillez posible, al no tener familia en ese país lejano de los suyos.
     “Se aplicarán tres inyecciones al condenado por medio de las cuales…”, escuchó que decía maquinalmente la misma voz de antes. Él creía que con una era más que suficiente para extinguirlo, para asesinarlo como a un animal infectado de rabia o de alguna otra peste peligrosa. Le dolía profundamente el odio que pudieran sentir hacia él las personas tras el ventanal, que se mostraban a su vista como siluetas indefinidas.
     “…son tres sustancias conjuntamente: tiopental sódico, que hace perder el conocimiento al reo; bromuro de pancuronio, que paraliza el diafragma, y a consecuencia detiene la respiración, y cloruro de potasio, el cual provoca un paro cardiaco, sin sufrimiento”, continuaba explicando la voz mientras mentalmente el prisionero seguía su cuenta silenciosa. …1 minuto y 33 segundos… No sabía si era común que explicaran el procedimiento de la ejecución, pero qué importaba; con él lo estaban haciendo, le permitían escuchar cómo moriría. Algunas personas se paseaban por el cuarto, tal vez los verdugos que preparaban su golpe, su aterradora faena. En medio de aquella ceremonia mortal aparecieron  en su mente imágenes de su niñez, como un retrato difuso, triste y alegre a la vez: su madre, muerta ya, con una sonrisa amorosa, pese al hambre y la pobreza; sus hermanos, sucios y harapientos como él mismo, recolectando las siembras de trigo o maíz, por unas cuantas monedas para llevar al hogar. Seguía la cuenta. …3 minutos y 21 segundos… Su mujer y sus hijos debían estar llorando con amargura en ese momento, desolados, porque le amaron desde la lejanía de su país, de su pueblecillo pobre, mientras él trabajaba en los campos de una rica nación, desterrado por la miseria de su patria para tener que dar a su familia, para poder sostener sus necesidades primordiales. Ahora ellos lloraban incluso más que en los últimos ocho años del juicio. …4 minutos y 5 segundos…, contaba angustiado y sudoroso, pese al frío de la habitación. ¿Cuánto tiempo le quedaría a su vida, a su amor, a su temor y odio, a toda su humanidad?
     Vino de pronto a su memoria el recuerdo de una mujer en el supermercado, con un bolso esplendido, sin duda repleto de dinero. Él la sigue fuera del establecimiento: efectivamente, su coche confirma su condición. ¡Un hermoso coche… debe tener mucho dinero!, se dice. Ella deja los paquetes con sus compras dentro del automóvil. Mientras se sube y aborda el vehículo, por la puerta contraria, él se introduce y la amenaza, le exige que encienda el auto y que conduzca hasta donde le indique. Así lo hace la mujer, temblando, con la respiración entrecortada. Llegan a un paraje suburbano. Ella se siente aterrorizada por el arma de bajo calibre, pero capaz de matar a un frágil humano, con la cual el hombre le apunta. La mujer le da todo cuanto carga consigo, y le pide suplicante que no dispare, que no la asesine, le dice al borde de la histeria que tiene hijos y la esperan, igual que su marido; él no pensaba hacerlo, no tenía la intención de dañarla, pero el terror de su propio acto hace temblar su dedo, y su voluntad también tambalea. Activa entonces el gatillo motivado por un impulso perverso, inexplicable. Dispara y la sangre cubre el interior del coche. Huye de inmediato guiado por un instinto de sobrevivencia. Piensa que de no haber sido despedido de su empleo injustamente por ser extranjero, por no ser como ellos, no hubiera ocurrido aquello, a lo cual se sintió obligado por la necesidad de enviar dinero a su gente. Culpa al mundo en ese momento, a la sociedad, a todos, a Dios. ¡Ellos tienen la culpa, ellos tienen la culpa!, se repite una y otra vez, quizá en voz alta, en tanto continúa su caminata irregular, zigzagueante, huyendo de la escena de su crimen. El hambre no espera, había pensado momentos antes de llevar a cabo su acto salvaje, sin plan alguno, guiado por un estado de locura efímera. Pero para ese momento ya no había regreso, caminaba tembloroso por la calle después de su  fechoría imperdonable. ¿Moriría la mujer, soy un asesino, cómo podré ver a mis hijos a la cara? ¡Hasta dónde he llegado!, pensaba. Ni siquiera traía en sus manos el botín, el producto del robo; acaso lo dejó en alguna parte del largo camino recorrido desde el lugar del crimen. Lo apresaron mientras caminaba enajenado por la calle, un par de horas después.
     Ahora su realidad era otra, todo eso sólo era un recuerdo cruel y perturbador que pronto se borraría para siempre de su mente, ahora contaba los últimos segundos de su vida en una camilla de la que ya no se levantaría. …4 minutos y 40 segundos… No había nada qué hacer, sólo esperar. El tiempo como siempre imponía su ley. Alguien se acercaba con una jeringa en su mano. Una lágrima corrió por su cara hasta estrellarse en la camilla, sintió tristeza por quienes le miraban en su ruina, pensando en el dolor que les causó desde aquel día infame; recordó a su esposa, a sus hijos, y más llanto brotó. En la garganta sentía la muerte atorada. Pensó de nuevo en la mujer a quien matara mientras le suplicaba por su vida; en su inexplicable reacción al halar el gatillo. Percibió a Dios en su corazón, confortándole, en medio de su convulsivo terror. …4 minutos y 50 segundos…, contaba.   
     “Inyecten primero el tiopental sódico...”, dijo la voz de antes con seriedad y tono solemne. El sueño le llegaba, sueño acompañado de un espantoso dolor que se extinguía poco a poco, hasta que quizá en algún segundo del minuto 5 ya era un hombre libre, honrado y redimido de su culpa.




Jupitecus: El prestidigitador
Necio  público: deseó ver más de lo que puede creer  y creyó más de lo que puede ver.
A.S.M.
      El viejo edificio, como un galerón de antaño, lleno de recuerdos de mil risas y mil llantos, atiborrado de curiosos impertinentes susurraba ante el mórbido espectáculo que esa noche presentaba.
     Jupitecus, el prestidigitador de los dioses y voz de las almas, anunciaba un borroso letrero de la enmohecida parte frontal del teatro aquel. El público inquieto gritaba, dispuesto a presenciar la fantástica función. “¡Que sorprenda, que sorprenda; si no, que venga de vuelta el dinero de la entrada!”, exigían vehementes, aunque todos aseveraban entre sí que aquello sólo era una farsa, y se imaginaban desde luego que verían un puñado de tonterías, fanfarronadas y bufonearías insoportables.
      Y así, el fino mago apareció tras el telón púrpura, que como un mar de sangre se abrió frente a los desesperados ojos de los asistentes. Un flacucho y pequeñuelo encantador, de ropas rimbombantes, severa mirada azul, pero inofensiva, apareció, y más que sorprender a los presentes,  causó risas y burlas incontenibles.
     “¡Con ustedes Jupitecus, el prestidigitador de los dioses y voz de las almas!”, alardeó algún presentador invisible, con voz gárrula, quizás oculto tras bambalinas. El público luchó por contener sus carcajadas incrédulas, mientras el hombrecillo sacaba de entre sus dedos un sucio y maltrecho ramo de flores multicolores. Las risas continuaron con mayor fuerza y el mago diminuto prosiguió con sus juegos de mano, tratando de satisfacer a los exigentes espectadores.
     “¡Y ahora, pido a alguien del respetable público, facilite una moneda a nuestro gran artista, porque sólo así puede llamársele a un ser de tan grandiosa habilidad!”, dijo teatralmente la misma voz que minutos antes dio la introducción del espectáculo, con una cierta solemnidad nerviosa. Un impertinente vociferó altaneramente: “¡Eso es, mejor le damos limosna, en vez de seguirle viendo hacer toda suerte de niñerías!”, y saltó con violencia de su asiento para salir indignado del aposento.
     El mago, para continuar con su acto, tuvo que sacar una moneda de su propio bolsillo, la cual posteriormente, oculta entre sus dedos, se convirtió en media docena de nueces, después de realizar, por su puesto, una serie de movimientos delicados con sus manos.
     “Eso no es magia: en el mercado te dan una docena completa por esa moneda”, gritó una mujer regordeta y de voz irritante. Todos rieron hasta el cansancio y el mago taciturno, con un breve temblor en sus parpados y sus labios, se mantuvo atento a la presentación de su siguiente número sobre el escenario, mostrando su profesionalismo y ecuanimidad, mientras un par de personas se levantaban para abandonar la sala, refunfuñando una y desternillando la otra.
     Gritó, entonces,  desesperada la voz detrás de las cortinas, sin menos teatralidad:
     “¡Ahora, Jupitecus mostrará qué dicen las almas que en las divinas tierras celestiales se mesen entre nubes de algodón!” Ante lo cual, de nuevo estalló la risa incontrolable de más de cincuenta incrédulos que ocupaban la mayoría de las butacas. La severa mirada del hombre, parado en el proscenio de aquella escena, se oscureció aun más, hasta desaparecerse el rastro de pulcra inocencia que hasta entonces brillaba en sus ojos claros, hecho que los espectadores observaron.
     Entre dientes, como un balbuceo para sí mismo, dijo pausadamente: “Y ahora… de entre los muertos: les traigo a sus muertos”, y gritó para que todos respondieran a su petición: “¡Apague cada quien su teléfono, que quienes les buscan no tardan en llamarles de donde todo está apagado, hasta la vida misma!” La muchedumbre rió con más ánimo; pero algunos se pararon lanzando toda clase de vituperios y la burla se tornó pronto en rabia general. “¡Nos maldices tú, maldito!”, gritaron furiosos. En esto se esmeraba cada asistente mientras el prestidigitador movía sus manos en círculos pequeños como si de ellas sacudiera polvo. Eso ocurrió, porque una polvareda blanquecina y tenue se desprendió de sus delgadas extremidades hasta cubrir la atmósfera del recinto.
     Aunque nadie apagó sus teléfonos como les fue solicitado, se apagaron por sí mismos de improviso. Sin embargo, pronto sonó el timbre de alguno de ellos, aun cuando no estaba encendido, y su dueño desconcertado atendió la llamada, ante lo cual contestó en voz tan alta que la mayoría de los presentes le escucharon, y callaron sus insultos para poner atención al hombre que hablaba y lloriqueaba diciendo: “¿Madre, madre, dónde estás?, ¡ya hace mucho que te fuiste!” No terminaba el quejoso rumor del incauto doliente cuando otro de entre el público oyó su teléfono timbrar con estrépito, incluso cuando momentos antes se había apagado también; contestó y después de un breve silencio, en el que se mostró expectante, como si tratara de escuchar en la lejanía del tiempo y el espacio, balbuceó aterrado, enternecido e indignado a la misma vez: “¡No, no hijo, tú no estás aquí, tú nos dejaste; quién me engaña con tanta crueldad!” Respondieron en un solo grito muchos de entre el público: “Es ese nigromante infernal”. Entonces un enjambre sonoro de timbres de todo tipo de tonalidades ensordeció el galerón que fungía como teatro. Todos y cada uno contestaban y se daban cuanta que quienes les hablaban a sus teléfonos eran personas amadas, gente a la que recordaban con añoranza, y que sin embargo ya había muerto.
     Sobre el escenario, victorioso, pero sin abandonar su dejo de prudencia, Jupitecus recogió las nueces y el ramo de flores del entablado, y el polvo que circundaba sobre las butacas y sus ocupantes volvió como un torbellino fuliginoso hacia el mago, hasta desaparecer en las mangas de su colorido traje. Asimismo, él desapareció entre las cortinas polvorientas.
     Los teléfonos se apagaron, igual que las voces de quienes hablaban por el auricular, quedando el impertinente público hundido en su desconcierto, en su llanto y en su tristeza por haber perdido por segunda vez, y quizá por última, a sus seres amados.
     Y porque así es el público de todo espectáculo, como es en la vida misma, noche a noche, aun con el temor en la garganta de los asistentes, el teatro se llena de curiosos que se sorprenden ahora incluso con los más sencillos e inocentes trucos de prestidigitación, esperando al final de la presentación, talvez escuchar la voz de la muerte en el auricular de sus teléfonos o en cualquier lugar que se les presente, durante el último acto del gran Jupitecus.



El alamito


     Hay un árbol en el huerto de mi casa. Es un álamo, no muy grande. Bajo éste, enterrados, descansan los restos de la Muerte. La Moira abrió un agujero el mismo día que nací, o quizá cuando fui concebido, y se echó a morir a pierna suelta, con sus huesos etéreos, bajo un álamo en el patio del hogar de mis padres,  esperando, descansando, en su estado de inercia, de catatonia, hasta que el pequeño que apenas nacía cerrara sus ojos en el sueño más profundo, cuando le fuera justo. Entonces según dicen todos, y lo creo ciegamente, saldrá de su fosa, bajo el álamo de la muerte, en nuestro huerto, y se encargara de mí, se llevará mi aliento hacia algún otro lugar donde falte el aire. Cada quien tiene su Muerte enterrada o sentada, desfallecida, eventualmente, quizá, en el sillón de su sala, esperando por el aliento del infortunado, hálito que ha de ser de otro que recién nace, que apenas sale del vientre húmedo, para que viva, por mientras le sea permitido, sobre el mundo. La mía está bajo la tierra, al pie del alamito que se seca día con día… y mi aliento es más seco, pesado, como si se escapara poco a poco. Creo que ese árbol y mi piel se secan a la par. La tierra del sepulcro empieza a removerse ya… La Muerte ya ha abierto sus ojos y me mira desde abajo del alamito triste y moribundo.

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