miércoles, 19 de junio de 2013

Transeúntes

Transeúntes
Esa tarde volvieron todos mis vicios. Volví a fumar, regresaron algunas de mis obsesiones y volvió el amor. En una calle de tantas me encontré al amor parado en una esquina. La ciudad lucía repleta, llena de transeúntes y personas, porque los transeúntes no son lo mismo que las personas, los transeúntes llevan la mirada perdida, escondida; es como si éste se tragara de tajo a la persona y quedara sólo un caminante en su camino: un simple peatón, sin nombre alguno. La persona en cambio mira, se revela, hace gestos, escupe, habla, se ve triste o alegre; yo también practico de vez en cuando la transeuntecencia (calidad de transeúnte, diría un diccionario que no existe); pero ese día, a la una de la tarde, minutos más, minutos menos, la miré, entre docenas de peatones, transeúntes, personas y demás, en la esquina del Paseo de Bolívar, justo en el cruce de la Calle de I. Madero, esperando el cambio de luz para cruzar la vía repleta de feroces autos. Vi sus ojos claros que aun en la lejanía, del lado opuesto de la calle, podía saborear a mi vista.

Ella también esperaba que el sujeto verde del semáforo peatonal nos diera el paso a los transeúntes y personas; entonces cruzaríamos nuestros caminos. Vi sus ojos, su boca, y sentí que también ella me miraba; entre la multitud olía su cabello, pese a los más de veinte metros que nos separaban y entre tantos olores que ondulaban etéreamente en el aire; ni el olor a cigarrillo en mi ropa lo evitaba.

Parecía que la luz roja del semáforo rosaba más su rostro claro al reflejarse en él. No obstante a no tener puestos mis anteojos, le veía con toda claridad, y es que dicen que el amor entra por cada sentido, por cada poro.

La llamé Etérea. ¡Etérea! Ella me sonreía a mí, no a nadie más. Sentí cómo se violentaba mi corazón. El amarillo para los automovilistas se pintó en el semáforo. Nos miramos. Claro, nos amábamos ya sin remedio; ahora, todos, excepto ella, eran transeúntes y mi Etérea era más que una persona, era el amor encarnado y parado en la esquina de una calle de la ciudad de México.

Ansiaba el verde que marcaría nuestro encuentro definitivo, quizá a la mitad de la callecilla nos alcanzaríamos, considerando nuestro caminar en direcciones opuestas; el semáforo, ubicado a mi derecha y postrado a su izquierda, pues era calle de un sentido, se disponía ya a mostrar nuestro futuro compartido, coloreado de un verde luminoso.

Al fin, la muchedumbre emprendió la marcha, los pasos apresurados se veían lentos a mi percepción. Había viento y retumbaba en mis oídos. Nos amábamos, ahí aprendimos a amarnos, porque “ahí”, es tiempo y lugar. La conocí, supe que era otra triste, como yo, pero ahí, mirándonos, éramos felices.

Llegó el momento, nos cruzamos, pasó a mi lado. Su olor seguía en mi mente, como una página impresa en un viejo libro, sus ojos eran oscuros y la amé más por cómo era en realidad.

Siguió su camino mirando a la nada, como un transeúnte más. Después de cruzar la calle, me detuve en la acera donde antes ella esperaba cruzar y miré que se perdía entre los demás caminantes de la ciudad.

Con el corazón roto y mis vicios de regreso, caminé como un transeúnte más y mi amor se quedó parado, inerte y atontado, en la esquina de esa vieja calle de la ciudad.


22 de agosto de 2012
México, DF.