El
día que la Muerte murió
La
rabia
Le dije muchas veces a mi María que si
había algo que me gustaba era el zumbido del viento entre los árboles altos,
ese ruidito que como un canto melancólico trae recuerdos sin memoria, recuerdos
de todo y de nada. Además, también le decía que cuando me extrañara saliera al
campo, ése que los dos juntos visitábamos tan seguido, y se sentara bajo un
árbol. Allí escucharía, tal vez, una paloma zurear esa cantilena tan triste
como el arrullo de la muerte, amarga como la muerte del presente para que viva
el futuro que es eterno.
Pensaba, pues, que moriría primero yo; eso
era lo justo. Yo debí haber muerto primero. Ella, qué decir, de vida sana. Yo,
si bien no era un vicioso, en toda la extensión de la palabra, era al menos un
hombre que no se negaba un gusto. La vida es corta y por el gusto vale la pena
acortarla un tanto más, me decía a mí y a todo cuanto cuestionaba mi forma de
vivir. Un buen trago no se le niega al
cuerpo, ése era mi dicho preferido.
María en cambio me cuidaba y se cuidaba a sí
misma para estar juntos más tiempo, eso decía. Pero la ironía de la vida no
podía faltar; ella murió primero. Murió de una enfermedad de animales, hecha
para animales y asesina de animales; y la mató a ella. No somos más que
animales al fin de cuentas. Ella de cuerpo tan bello y rostro angelical;
pensaría uno: ésta no se puede morir, no puede podrirse como se pudre un perro
tirado en algún llano, en un monte. ¡No, ésta no se muere! Uno, hombre, tosco,
nada delicado, a veces como un animal de carga, sí espera apestar a rata
muerta; pero ella, mujer, bella, radiante, delicada, un ángel; ¡cómo pudiera
ser alimento de gusano! Pero sí, murió irremediablemente. Y yo no quise que la
enterraran rápido, pasaron tres días antes del sepelio. Y sí, hedía igual al
animal tirado al lado del camino. ¡Sí, era humana; no era un ángel, no era más
que un animal que piensa! Y me di cuenta que estaba enamorado, no de aquel
podrido pedazo de carne y hueso, estaba enamorado de su pensar; de la forma en
que su pensar movía su cuerpo, su boca, sus ojos, su cintura, todo de ella.
Pero eso ya no estaba, y por eso después del tercer día supe que a la que amé
se había ido ya, y que sólo ahora vivía en mi memoria. Ese pedazo de carne
hediendo ya no era mi María, aunque mi corazón se empeñaba en pensar que sí era
ella; y por eso el tercer día la llevé a enterrar.
Cuando le cubría la tierra en aquella
oscura fosa escuché el viento zumbar, y alguna paloma cantaba su tristeza, o su
alegría que tal vez a mí me parecía tristeza. Ahí pensé: María, soy yo el que
te recuerda con el ruidito del viento chocando contra los árboles, soy yo el
que iré al campo y me sentaré bajo un árbol a escuchar la paloma cantar mi pena.
Soy yo, quizá, el que debiera estar en
ese oscuro agujero; pero no, era ella. Entonces recordé que la vida es
juguetona y se burla un poco de nosotros, quien busca no encuentra; ella
buscaba con ansias la vida, y ésa que nos espera a todos, la muerte, se puso de
acuerdo con la vida y le pararon el corazón; yo tal vez fui el medio, pero nada
más. A mí, ni la una ni la otra, ni la muerte ni la vida, me llaman demasiado.
Que me deje la una cuando quiera, la vida; y que me acoja la otra cuando le
plazca, la muerte.
Yo seguí mi vida. Se había muerto mi
María, pero mi corazón aún latía y mi garganta todavía sentía sed. ¡Ah qué
parrandas aquéllas después de enterrarla! Días y noches metido en la cantina
emponzoñando mi cerebro, mi estómago y mi corazón con cualquier trago que
mareara, que me hiciera dormir en aquellas noches sin ella, esas noches en que
la cama se sentía enorme y aún tenía su olor. Había quedado un olorcito a
podrido por los tres días que tuve su cuerpo sin vida en el cuarto; pero aun
ese hedorcito me era grato de alguna forma, era algo suyo, lo último que me
dejó.
Allá por los quince días de su entierro
dejé de ir a las cantinas por un tiempo. Tenía que seguir trabajando para
comer, aunque por momentos pensaba que hubiera sido mejor no comer para dejar
de extrañarla, pero siendo sincero me dio miedo morir de hambre, fui a trabajar
para comprar comida, y descansé un poco de las cantinas, las botellas de vino y
cerveza, y de la tristeza. Aunque todo eso volvía de vez en cuando, pero ya no
tan seguido.
Me di cuenta que su ausencia ya no me
dolía tanto una tarde que fui al monte y escuché el silbido del viento que
golpeaba de lleno en los árboles altos. Tampoco me parecieron tristes los
arrullos de las palomas. Ahora ese canto me parecía más bien un murmullo nostálgico,
pero no un arrullo de la muerte. Me convencí aun más de que la tristeza ya me
estaba dejando descansar cuando miré aquellas muchachas en la plaza. No me estaría mal una mujercita de ésas, pensé.
Además comencé de nuevo a ir a las cantinas, pero ya no sollozaba sobre la mesa
como cuando recién murió mi María, más bien ahora berreaba cuanta canción tocaban
los músicos o la sinfonola, y me alegraba sentir dolor por el cual compadecerme
a mí mismo y de tener un buen pretexto para tomarme unos tragos; así ya no era tomar
por tomar.
Cuando le dio la rabia a mi María no era
la misma de siempre. Ésa es una enfermedad de animales. Bien me habían dicho
que esos murcielaguitos que se arrastraban por el suelo sin poder volar,
tropezándose como locos, eran bien contagiosos. Ella nomás baboseaba esa saliva
blanquecina como burbuja de jabón y se revolcaba la pobre como endemoniada. Le
hubiera querido evitar esa pena; tan bonita que era. Pero en el suelo
revolcándose ya no era la misma, la
María de cuando nos conocimos; la de los últimos años tal vez
sí; en los últimos años siempre anduvo bien rabiosa y sin mordida de murciélago
ni nada, sólo andaba con el ceño fruncido todo el día, y cuando llegaba yo con algunos traguitos, unos nomás,
en la panza, se ponía peor que el día que sí le dio la rabia. Cinco días
arrastrándose por todas partes, ¡pobre de mi María!
Sí, me cuidaba; me quería tal vez a su
manera pero me quería, eso que ni qué; por eso a veces pienso que yo debí
haberme tragado la saliva del murciélago. Pero cuando me meto a la cantina ya
no siento aquello que me tortura. La extraño, a veces tomo pensando en ella, en
el viento que choca con los árboles. Pienso también en las palomas y de vez en cuando
en el murciélago que me encontré arrastrándose por allá en el monte.
Esos
murciélagos que se arrastran por el suelo –dijo mi compadre Orlando en la
cantina–, están rabiosos o se dieron un
trancazo, o las dos cosas; les da por volar como locos con la rabia y se
estrellan. Y bien que tenía razón el compadre, bien rabioso que estaba el
animal al que le saqué la saliva para emponzoñar a mi mujer. Todos contaron que
un animalito de esos la mordió, con todo y que nunca le vieron la mordida,
¡pues qué mordida, si la rabia estaba untada en la manzana que le llevé! Yo me
encerré tres días con mi mujer ya muerta. Pensé que estaba dormida.
Me entró una locura de ésas que les entra
a los que les duele mucho algo, pero después recordé que la María a la que realmente
había amado, no murió algunos días atrás, sino mucho antes. Por eso la llevé a
enterrar. Nadie la revisó si tenía mordida; ya olía mal y a nadie le gustó eso,
pensaron que mi pena me había enloquecido y que por eso la guardé en la casa ya
muerta tres días. Y sí, enloquecí un tiempo. Pero luego me acordé de la cantina
y de las muchachas que todos los días se juntan en la plaza y me volvió lo
sano. Ahora sí que necesito una de ésas, pensé.
Ahora pues, en un mes me caso con una de
las muchachas de la plaza. Las mujeres se compadecen mucho de los enlutados; ya
le dije a mi Lupita que me recordara con el silbido del viento soplando contra
los árboles altos, con el canto triste o
alegre, según el que lo escucha, de las palomas. Espero que no le entre la rabia
a ésta, mi Lupita, por mi costumbre de ir a las cantinas, como le entró a mi
María; otra muertita de rabia, no me lo creerían dos veces. Y además esos
murcielaguitos con todo y su saliva andan escasos por aquí, dizque se andan
extinguiendo.
Un buen ladrón
La casa estaba casi vacía. La excepción éramos la cama y yo recostado en
ella. Había quizá algún bicho merodeando inútilmente por un trozo de alimento,
pues ni eso encontraría aparte de mí y la cama. La luz moderaba su influencia,
pues los vidrios de las ventanas estaban cubiertos de pintura negra. La poca
luminosidad que se percibía, como un intruso, invasor nocturno, entraba por el
espacio impertinente que la puerta dejaba entre su parte inferior y el piso.
Una pena se aferraba a mi garganta; era mi corazón, tal vez, que quería
salir por mi boca como un escupitajo sangriento, patético. El tiempo, como de
costumbre, en los momentos de incertidumbre, aparentaba transcurrir más lento;
tiempo cómplice del sufrimiento y moderador de la felicidad. El amanecer no
llegaba, no deseaba llegar y yo no podía conciliar el sueño, asunto que en
aquel instante añoraba mi tranquilidad.
Luché con mi almohada, porque no había forma de confortar mi cabeza en
ella y la arrojé a las tinieblas del cuarto. Deseaba oír el coro matinal de las
aves, me hubiera resultado como escuchar el ponzoñoso canto de las sirenas que
obligó a Ulises a atarse al mástil de
su embarcación. Me venció la angustia y me puse en pie. Caminé en la oscuridad;
de pronto escuché el lenguaje elocuente de un grillo. Se dibujó en mis labios
una sonrisa. Caminé en la negrura y a tientas busqué el interruptor de la luz.
Al momento en que di el último paso y palpé el interruptor bajo mi mano, sentí
también que había aplastado algo blando y húmedo con mi pie; encendí la luz: mi
único compañero había muerto, aniquilé al grillo que me regaló un instante de
compañía. Estaba solo de nuevo. Le hubiera organizado un funeral con todos los
honores en aquel momento. La soledad me hacía ver lo más absurdo como lo más
sensato y noble.
Apagué la luz de nuevo, me senté en el borde de la cama mientras miraba
los espejismos que mis retinas encandiladas encerraban dentro de sí, espejismos
amorfos que de momentos semejaban imágenes lucidas de lugares, personas y cosas
que aprecié. Me distrajo un ruido de mi momentánea enajenación, escuché como si
alguien acariciara cautelosamente el picaporte de la puerta principal. No sólo
mis ojos me brindaban momentos de fantasía, también mis oídos jugaban conmigo,
regalándome sensaciones auditivas, quizá para mofarse de mí y de mi soledad.
Hubiera jurado que dormité algunos segundos, sentado todavía, cuando se
escuchó, nuevamente y con más insistencia, que el picaporte era manipulado.
Esta vez me erguí y esperé aguantando la respiración para oír algún otro ruido
en la puerta de mi casa. Escuché un leve rechinar de la puerta, de algo me
sirvió no haber aceitado las bisagras, por lo que supuse que la habían abierto.
Me quedé, sin embargo, sentado, mirando hacia la puerta de la recámara, la cual
permanecía abierta. Sentí los pasos sigilosos de algún visitante. Me puse de
pie, me dirigí silencioso en busca del interruptor y encendí de súbito la luz.
Los dos nos quedamos paralizados, viéndonos fijamente. Me miró con tal dignidad
que podía pensarse que el intruso era yo.
–Lamento las molestias –me dijo
con solemnidad–, créame que no gusto de entrar en casas habitadas; pero es tal
la oscuridad en este hogar que di por seguro su total abandono.
–No se turbe –contesté de igual forma–; si hubiese algo aparte de esta
cama se lo ofrecería; el caso es que no hay más que lo que ve.
–Cierto –replicó–. Casa más austera no había visto nunca, ¡qué puedo decir!
Disculpe las molestias; me voy, si no tiene algún inconveniente.
–¡No, no se vaya! Le invito un café; disculpe, ahora recuerdo que no hay
café; pero siéntese, hablemos un momento, mi único acompañante murió aplastado
por un imbécil, hace algunas horas o minutos, ¡poco me interesa el tiempo!
–¡Oh, es una pena! ¿Supongo que lo estimaba mucho? –preguntó aquel
hombre.
–No mucho. Pero era lo único que tenía, aparte de esta cama que ve allí;
por cierto, siéntese en ella.
–¿En verdad quiere charlar?
–¡Por supuesto; cuénteme de su trabajo, debe ser emocionante!
–Hay veces que sí, otras veces no tanto –contestó el intruso–. Aunque ya
no tienen consideración los clientes. Tienen la mala costumbre de poner perros
en los patios, eso entorpece nuestra labor. ¡Es una desconsideración, una
grosería! Otros clientes son un poco más impertinentes, colocan alarmas
modernas, usted sabe, de ésas que si uno viene a realizar su humilde trabajo y
no tiene cuidado de evitar activarla, termina electrocutado, o tras las rejas
como ratón de laboratorio.
–Es penoso –comenté.
–¡Realmente penoso! Créame que es difícil ganarse la vida así. ¡Ah!,
cuánto dicen los medios de comunicación: ¡Que
los ladrones acá! ¡Que los ladrones
allá! ¡Que lincharon a tal!, es
realmente penoso. Todo tiene justificación hoy en día, pero el ser ladrón no.
Por ejemplo, cuando hablan de las prostitutas dicen cosas como: Es la profesión más antigua, o Canonicemos a las putas; o qué sé yo. ¡En
fin!, es difícil en estos tiempos ser ladrón. Reconozco que hay quienes
desprestigian esta actividad realizando actos indignos, repugnantes; pero no
debemos pagar todos por las ocurrencias de algunos mal intencionados.
–Estoy de acuerdo –contesté–. Yo también tengo un empleo difícil, de
cierta forma muy similar al de usted. A veces no tan honroso, pero, ¿qué es
honroso en estos días en que cada pregunta tiene mil respuestas?
–¿A qué se dedica usted mi apreciado señor? –inquirió él.
–Me dedico a gobernar, a discutir, a cuestionar todo lo que no conozco.
Me dedico a... Mi empleo es una sinecura.
–Debe ser relajada su labor.
–No lo crea. Hay noches que no duermo. Siento en mi garganta un nudo
invisible que no me permite respirar. Es cansado hablar durante el día tanta
palabra demagógica.
–¿A qué se refiere? No tengo de ninguna manera su buen lenguaje. No
terminé ni el estudio más básico, y lo poco que aprendí fue para leer los
periódicos. Un buen ladrón debe de estar bien informado de lo que ocurre a su
alrededor.
–Mi buen amigo, lo que quiero decir es que tanta farsa termina por
espantar el sueño. Por eso esta noche, cuando entró a mi casa, estaba tan
despierto como una lechuza.
–Mal empleo es el que tiene usted –comentó el ladrón–. Yo, en cambio,
cuando llego, casi amaneciendo, a mi casa, duermo como un niño. Tal vez me
consuela pensar que el dinero que robo hubiera sido gastado en algo inútil, ya
sabe usted: licor, prostitutas y sabrá Dios en qué más. Por otra parte, cuando
robo alguna joya me digo: ¡Cuánta vanidad debe causar esta joya a su dueño!
Siento entonces que le quito un enorme peso a la gente. Cuando robo algún
objeto del hogar: lámparas, aparatos eléctricos, pienso que en un par de años
terminarían siendo un estorbo en la casa y serían arrojados a la basura. Así me
relajo y disipo cualquier rastro de culpa.
–Ya veo –repliqué–. Será bueno para mí pensar que mis falacias, mis
mentiras son aquello que las personas quieren escuchar. No hay, pues, otra
manera de mantener entretenido al pueblo.
–¡Definitivamente! Si no hubiese un gobernante, un hacedor de leyes, que
mintiera, que enajenara a las personas con sus palabras venenosas, el mismo
pueblo lo crearía y lo pondría en el pedestal del poder para saciar su
necesidad de ser guiados como un rebaño, cuyo único y certero destino es seguir
ciegamente a su pastor, un pastor que les lleva al matadero, y aun cuando el
rebaño sabe su final, continúa su ruta refunfuñando y quejándose, pero sin
parar. Ésa es la naturaleza humana.
–Quizá mi deber es servir al pueblo, guiándolo cual pastor –contesté.
–¡El mío también! –repuso el ladrón.
–¡Ah, mi buen ladrón, quién no ha tenido entre sus seres amados a un
ladrón o a un gobernante! –comenté–.
–¡Bendito sea, mi buen gobernante!
–Sería usted un buen gobernante –dije solemnemente.
–Y usted sería el más grande de los ladrones. ¡Un excelente ladrón! El
mejor –repuso aquel hombre.
–Me halaga –agradecí con
sinceridad.
–¿Y a usted no le ponen sus perros en los patios y alarmas en sus
asuntos? –inquirió el ladrón.
–¡Por supuesto!, pero bien me conocen los perros y no hay alarma de la
cual no tenga la clave para desactivarla.
–Dichoso usted.
–¡Usted es un mártir!, tener que lidiar con perros desconocidos, alarmas
activadas y clientes malagradecidos –comenté.
–Que diga el poeta ¡canonicemos a
los ladrones! –ironizó el ladrón.
–Y a los gobernantes –añadí soltando estridente carcajada– Es la misma
tierra, sólo que una seca y la otra húmeda, como el polvo y el lodo. Dos
estados de un mismo elemento.
–Me voy. Fue un enorme placer –dijo el ladrón mientras se ponía de pie.
–¡Gracias!, esta noche dormiré como un buen gobernante.
–Yo en cambio no dormiré mucho. Toda la noche pensaré en cambiar de
profesión, pensaré en ser un gran gobernante
–comentó el ladrón.
–Ya tiene la filosofía –repuse.
–Buenas noches –se despidió aquel hombre.
El ladrón salió. Yo intenté dormir y no pude. El nudo en la garganta
volvió. Nunca tuve la certeza de si todo aquello fue una ilusión de mi soledad
y mi angustia o en realidad fue un ladrón que en mi hogar desierto entró y me
regaló un momento de feliz charla, como un buen y servicial ladrón.
El verdadero milagro de Ángel el milagroso
Don Ángel murió apaciblemente en su hogar. Los médicos no supieron con
certeza la razón de su muerte. Poco importaba, estaba muerto y no había vuelta
de hoja.
Doña Dolores fue a rendir sus respetos al cadáver de don Ángel, aunque
obviamente éste no se enteró. Tuvieron ellos una larga e intensa amistad y
había quienes aseguraban que compartieron sus amores tormentosos cuando fueron
jóvenes, pero hacía tanto tiempo de eso que lo que pudiera haber sido antes la
comidilla del pueblo, ahora era sólo un rumor casual. Doña Dolores se había
casado cuarenta años atrás y solamente tuvo un hijo. Hacía diez años que no
sabía de su paradero y su marido tenía quince años de haber muerto.
Tres días después del entierro de don Ángel, Dolores estaba en su casa
bordando, como de costumbre, las prendas que vendía en el mercado, en eso
estaba abstraída cuando entró su hijo. Por el pueblo corrió la noticia de que
el desaparecido retoño de doña Lola
había vuelto. Otro rumor, además, se propagó en la población. Corrió la voz de
que Dolores pidió al difunto Ángel que le hiciera el favor, el milagrito, de regresarle a su hijo
ausente.
La feliz madre y su hijo se fueron del pueblo apenas se reencontraron,
por lo que ella no pudo ratificar si había pedido o no este favor a su recién
fallecido amigo.
Al cabo de dos meses de haber sido sepultado don Ángel, su tumba se
convirtió en un lugar de peregrinaje, al
cual iban las personas del pueblo a pedirle favores. Ya empezaban a llamarles a
estos favores, según ellos peticiones cumplidas: milagros. El párroco, al
principio, no estuvo de acuerdo con aquéllos que iban a rezar y a pedir
milagros frente a la tumba del difunto, pero al pasar un año, en la misma
iglesia ya se mencionaba el nombre de Ángel
el milagroso. El padre lo había soñado, y en el sueño Ángel le pidió que no
desacreditara su milagrosidad.
Muchos pedían frente a la tumba de Ángel
el milagroso, cosas de naturaleza realmente noble y solemne; otros hacían
peticiones absurdas, fútiles y la mayoría juraban que sus peticiones se veían
satisfechas. Algunos creyentes sugirieron al párroco que se erigiera una figura
del prematuro Santo y que se pusiera en uno de los altares de la iglesia. Al
padre no le pareció del todo mala la idea, pero dijo que había que esperar la
autorización de arriba. Las personas
del pueblo gustaban de mencionar a Ángel
el milagroso en expresiones de
uso común. Ya pocos decían cosas como: ¡Oh,
Dios!, ¡Por el amor de Dios!, entre otras expresiones antes sobre utilizadas.
Más bien decían: ¡Por el buen Ángel!,
¡Ángel el milagroso nos proteja! y
decenas de expresiones más.
De pronto se sintió como si Ángel fuera el centro de la fe de todos
aquellos que habitaban el pueblo. Nadie, sin embargo, recordaba haberlo visto
en la iglesia cuando vivía; peor aun, jamás supieron de alguna obra de caridad
que hubiera hecho; de lo contrario. Pero todos se confortaban al decirse a sí
mismos: Son los extraños designios de
Dios, sólo así recordaban y nombraban a Dios, en vez de al santo de la devoción
local.
Al poco tiempo llegó la aprobación eclesiástica. Se habría de construir,
sin demora, el altar en la iglesia de Ángel
el milagroso. Muchos quisieron que su cuerpo fuera exhumado, dando por
hecho que estaría inmaculado, y exigían que se colocara en la iglesia. En un
principio la municipalidad no lo autorizó, por recomendación de la agencia
sanitaria, pero al cabo de algunos meses accedió. Al abrir la tumba encontraron
un cadáver descarnado, sólo con el cabello un tanto más crecido de como se
recordaba que él lo tenía al momento de su muerte. El médico explicó el
fenómeno como algo natural, argumentando que el cabello crecía aún después del
deceso de una persona, y que ocurría por un considerable tiempo como resultado
de procesos orgánicos. Pero el pueblo entero sólo pensó: ¡Cómo creerle al doctorcito si ni siquiera supo con certeza de qué
murió!
Tomaron, pues, el cabello y dejaron el resto de las osamentas en su
tumba. Lo pusieron sobre la efigie que se mandó hacer y que estaba posada en
uno de los altares laterales de la iglesia. Se podía ver una imagen con cabello
real y altamente milagrosa, decían
los creyentes.
Los feligreses dejaron de visitar la tumba del afortunado cadáver, ahora
sus fieles iban a la iglesia y le llevaban tomates como ofrenda, pues contaban,
quienes en vida lo conocieron, que gustaba de los tomates crudos con sal; otros
le llevaban únicamente sal, para completar su dieta. Algunos le llevaban vino,
pues también se decía que en vida le encantaba esa gratificante bebida. El
padre utilizaba el vino de la ofrenda para la comunión, pues había que ahorrar
la adquisición del líquido consagratorio. El religioso lo tomaba aun cuando
fuera mezcal, bacanora y otras bebidas no tan generosas en sus propiedades
etílicas.
A pesar de que don Ángel en vida nunca se casó, ni tuvo hijos, algunos
le llamaban padre; cosa extraña pues también decían los viejos del pueblo, que
eran los más escépticos sobre lo milagroso de aquel muerto, que no gustaba de
los niños y que jamás concibió la idea de tener hijos; ahora repentinamente
tenía un ejército de hijos e hijas.
Empezaron a correr rumores de otros nuevos y fantásticos milagros, hecho
que incrementó su culto. En esos días fue cuando se encontró la tumba, en la
que reposaba su cuerpo, destrozada, y en el ataúd no había osamenta alguna.
Esto indignó a la mayoría. El alcalde del pueblo se vio presionado, al no
encontrar a los malhechores, y mandó algunos de sus lamesuelas a hacer correr
un rumor falso. Mandó a un ejército de mentirosos y confabuladores a engañar a
los ciudadanos con la historia de que el cuerpo de Ángel el milagroso se había levantado de su tumba. De esta manera
dejaron de exigirle que apresara a los delincuentes que hurtaron aquel cuerpo
descarnado.
Sólo algunos, para entonces, no veneraban al hombre santificado por el
pueblo. Ellos decían que en vida era menos que un truhán y un ser insensible;
pero muchos no podían ya discernir entre un verdadero servidor de la humanidad
y un muerto oportunista que en vida sólo se aprovechó de todos los que pudo.
Una tarde llegó de la capital el señor obispo. Vino a indagar personalmente,
y con toda formalidad, lo que ocurría en torno del milagroso cabello de un no menos milagroso hombre llamado Ángel. Después
de investigar arduamente no encontró ningún indicio de que alguno de los hechos
fortuitos que se relacionaban con Ángel fuera un milagro. Eso lo comunicó en la
misa dominical. Todos los presentes se enfurecieron y, dentro de la iglesia, insultaron y golpearon al obispo. El párroco
intentó detener aquel pandemónium,
pero para cuando lo logró el Prelado tenía algunas costillas rotas y hematomas
en todo su cuerpo. La policía no intervino. Fingieron no haberse enterado del
asunto. Posteriormente algunas autoridades religiosas intentaron hacer entrar
en razón a los habitantes del poblado, pero no lo consiguieron. El padre tuvo
que abandonar el pueblo, al igual que hizo el obispo.
Cuatro meses después fue encontrada la osamenta de don Ángel tirada en
un peñasco lejos del pueblo. El hallazgo hizo temblar a más de cuatro; habían
golpeado al obispo por defender su fe;
ahora todo comenzaba a derrumbarse. Para empeorarle las cosas a los fieles
creyentes de Ángel, doña Dolores regresó al pueblo y aseguró que jamás pidió
ante el cuerpo sin vida de don Ángel que éste le regresara a su hijo ausente: Ni que hubiera sido un santo. Ese Angelito era todo un cabrón; ¡pero, qué bien que lo
hacía, cuando éramos jóvenes!, comentó doña Lola.
Como es común en los asuntos de interés popular, la veneración por Ángel el milagroso fue desvaneciéndose
gradualmente. Para cuando se autorizó el regreso de un párroco a la iglesia, otras
congregaciones religiosas ya habían aprovechado la ausencia de sacerdotes
católicos. Ahora tenemos en el pueblo
religiones para escoger, decían
algunos. Por supuesto que fue retirada del altar la estatua, y la patética
cabellera de don Ángel fue sepultada con el resto de su cuerpo, o lo que de él
quedaba.
Poco después se supo que en la casa del difunto, la cual quedó
intestada, por lo que el municipio se adjudicó el derecho a ésta y a todo lo
que hubiera dentro, había una suma considerable de dinero, joyas y objetos de
gran valor. Aunque las autoridades trataron de esconder este hecho a los
pobladores, no fue posible, por lo que el dinero, al menos una parte, se
destinó para el bien común de los habitantes. Se construyeron aulas en la
escuela, se mejoró el alumbrado público, algunas calles fueron empedradas y a una
de las principales avenidas le pusieron el nombre de Don Ángel; entre otras cosas.
Ahora Ángel era considerado un benefactor, tal vez involuntario, pero al
fin un benefactor, por lo que se le construyó un modesto monumento en la plaza
principal. La fortuna que acumuló durante su vida, trabajando en sus tierras y
explotando a decenas de peones, ahora era utilizada para realizar innumerables
mejoras en aquella población. Por eso, años más tarde, el culto por él tomó
gran fuerza, sólo que esta vez fuera de la iglesia. Ahora don Ángel era una
especie de héroe del pueblo, aun cuando doña Dolores, y algunos viejos más,
dijeron hasta el último día de sus vidas que Ángel era todo un cabrón. Poco importó a la mayoría lo que
fue en vida. Ahora tenían un mejor pueblo para vivir. Ése fue el verdadero y
único milagro, si así se le puede decir, del truhán de Ángel.
Voces
en el camino
–¿Has escuchado? El viento ha susurrado un nombre –se oyó una voz
temerosa.
–Sí. Claro que he escuchado el silbido del viento, pero lo del nombre lo
ha creado tu cerebro –contestó otra voz no menos atemorizada.
–¿Acaso me crees un desquiciado? –inquirió la primera voz entonando un
naciente rastro de enojo.
–El pueblo entero lo piensa; yo no soy la excepción. Definitivamente,
creo que estás loco.
–Yo creo lo mismo de ti y de todos esos cretinos –replicó la primera
voz.
–¡Entonces todos estamos locos! Los unos creen que los otros lo están, y
los otros creen que los unos. ¡Esto realmente apesta! –comentó la segunda voz.
Ambas voces se fueron extinguiendo. Aquella noche dio honor a su nombre.
La luna misma no se proyectaba en el lago como de costumbre. El sonido del
viento semejaba la delgada voz de una mujer o de un niño. En aquella negrura
del camino al pueblo se oyó de pronto el andar de alguien o algo. Una voz queda
se dejó escuchar, cada vez era más clara y se distinguió el canto que entonaba:
Sea, pues, la vida el pecado, pecado
que la muerte redime.
Sea, pues, el llanto el bálsamo,
bálsamo que reanima a la
muerte mientras se dispone para su
detestable virtud.
El canto disminuyó paulatinamente su intensidad hasta desvanecerse por
completo. El silencio del campo reinaba de nuevo en el oscuro camino al pueblo.
Algunos grillos del monte grillaban con tal armonía que podía pensarse que no
existía más bello y mejor sonido en instrumento musical alguno. La disonancia
causada por las ruedas de un carruaje ensordeció el cántico de los insectos.
Los relinchos de un par de caballos que halaban el carro aniquilaron el
silencio a varios metros a la redonda. La voz del conductor incitando a los
animales a apresurar su trote se escuchaba lejana, más como un murmullo del
desolado paisaje nocturno que como una voz humana. Bastaron algunos segundos para
que el silencio del campo retornara. Los grillos y otros insectos reanudaron su
concierto de dispersas armonías.
Siete voces sofocaron, de nuevo, la algarabía musical del desolado paisaje.
Siete voces: una lloraba, otra cantaba, otras hablaban y una callaba; otra,
quizá, reía. Seis voces se alejaron. Una silueta, poco más negra que aquella
noche, se quedó en el campo. Era la voz que callaba. Escuchó el canto del
camino y sus pequeños seres. Algunos minutos después partía también. Sus pasos
no producían ruido: la prudencia no le era ajena.
–¿Has escuchado?, el viento ha
susurrado un nombre –se oyó una voz, la misma que se había escuchado horas
antes. Siguió un silencio; nadie contestó, pues nadie le acompañaba.
–¡Juan! –susurró una suave voz.
–¿Quién eres? –inquiere entonces la primera voz.
–¿Por qué preguntas lo obvio, Juan? ¡Soy tu conciencia! ¿Acaso no te das
cuenta de que vienes solo?
–Hubiese jurado que eras el viento –contestó aquella voz que pertenecía
a Juan.
–Soy lo que tú quieras; tomo la
forma que tú desees; aparezco donde te plazca; pero soy tan sólo tu conciencia.
–¿Y qué quieres? Hace tiempo que no te me presentas. Dudaba seriamente
de tu existencia.
–Juan, siete voces han pasado justo por donde pisas ahora. Buscan a
Pedro; pronto te buscarán a ti, y cuando encuentren su cadáver y tu daga en su
corazón serán ocho voces las que clamarán por tu sangre. Hace algunas horas no
quisiste escucharme, cuando apenas buscabas su perjuicio, su muerte.
–Pensé que era el viento susurrando un nombre –contestó Juan.
De súbito la noche serena se hizo ventosa, la tormenta azotó con furia y
el viento arrastraba de la lejanía el sonido de voces.
–Alguien viene –dijo Juan.
–Son ocho voces –replicó su voz interna–; Pedro ya se ha reunido con
ellas.
–¿Qué ocho voces, de qué hablas? –inquirió Juan con notable temor.
–De tu destino: tienes que pagar el precio de tu aberrante acto.
–Yo no he matado a Pedro; él se ha matado solo. Él ha buscado su muerte sabiendo,
seguro estoy, que ésta se aferra a nuestra espalda desde que la columna
comienza a tomar forma en el confortable vientre materno.
–Tú lo has matado y no hay vuelta de hoja.
–Si hacer justicia es matar, entonces yo lo he matado.
–No hay nada de justo en tu acción, en cambio en lo que te espera, sea
cruel o abominable, sí lo hay.
–¡Pedro tenía que morir! Era un traidor, él sabía bien cuánto amaba yo a
Magdalena y aun así se desposó con ella –dijo Juan con su rostro desfigurado de
rabia.
–¿Y para matarlo lo has tenido que engañar? También tú has traicionado; mereces
la muerte. Lo trajiste al camino, en las afueras del pueblo, con el risible
pretexto de mirar un fuego fatuo que
aparece a media noche. El infeliz lo ha creído; ha dejado a Magdalena, su
eterno amor, y ha venido a constatar una patraña supersticiosa. Nadie hubiera
pensado que un hombre de escuela, como él, hubiera caído en tan estúpido
engaño, engaño que la vida le arrebató.
–Eso no tiene importancia. Magdalena ya no pertenece a nadie. Espero que
no pase mucho tiempo antes de poder tenerla en mis brazos y sentir sus labios húmedos
en los míos –comentó Juan, mirando a la nada que ocultaba el oscuro camino al
pueblo.
–Sólo que a Magdalena le guste besar muertos, Juan.
–¡Cállate! Nada eres sin mí.
–Tú, pronto serás nada, por haber estado sin mí, y por no haberme puesto
atención hace unas horas. Serás lo que Pedro. Y sin duda, si Magdalena gustara
de besar muertos, besaría el cadáver de Pedro y no el tuyo.
–¡Calla! Te he acallado tantas veces que una más es una nada –dijo Juan,
jactanciosamente.
–Las ocho voces se acercan. La lluvia ha menguado; el viento no. El
viento arrastra tu perdición. Las ocho voces de la justicia no tardan ya en
venir.
–No hay forma de comprobar el
crimen –se vanaglorió Juan.
–¿Ya has aceptado que es un crimen y no justicia? –ironizó su conciencia.
–¡Silencio!, ahora me voy; aquí te quedas tú en el camino.
–No es posible. Voy contigo.
* * *
El cielo aún se mostraba oscuro mientras pasos lejanos se acercaban
presurosos. Un manojo de murmullos remotos se convirtieron en palabras y nuevas
voces se dejaron oír:
–¡Yo no he sido, yo no mataría ni una vulgar mosca, lo juro; además era
mi amigo, todos saben que siempre fue mi amigo, que no le haría daño!
–gritaba una voz aterrorizada.
–Nadie ha dicho que seas culpable, sólo estás acusado. Eres un
sospechoso, nada más. Ya veremos si tu inocencia te libera –repuso una segunda
voz.
–No tengo tiempo para regalarle a la ociosidad, ¡déjenme ir!
Las voces se alejaron. El silencio reinó el camino. Los grillos canturreaban
indiferentes mientras ya comenzaba a amanecer. Dos caminantes se dibujaban en
el clareado paisaje húmedo. Los grillos silenciaban ya su nocturna orgía de
cantos.
–Pobre Jerónimo, ahora sí que no se
escapa del sueño eterno –dijo una voz que pertenecía a una de las dos siluetas.
–¡Qué es la muerte para él! Peor es la deshonra de su familia –replicó
la otra silueta de hablar entrecortado y jadeante, por el esfuerzo de caminar.
–No creo que él haya matado a Pedro; él no mataría ni a una mosca.
–Nadie lo cree. Todos saben que es inocente, pero si no hay alguien que
pague el muertito, ¿qué sería de nosotros?
Las voces se alejaron y desaparecieron gradualmente.
Los grillos no cantaban, el viento no soplaba. La luna era lo más común
que pudiera haberse visto. Era la segunda noche, después del asesinato de
Pedro.
–Ya cayó una cabeza –comentó una
voz joven–. Tal vez no fue el cuello que debió ser cortado, pero la muerte de Pedro
ya cobró justicia.
–Pobre Jerónimo –añadió otra voz–, pagó con su sangre el crimen que sin
duda él no cometió.
–Vaya que fue un juicio rápido el que se le dio a Jerónimo –dijo la
primera voz–. No pasaron dos días para que su cuerpo estuviera listo para el
banquete de los gusanos; ¡esos animales carroñeros no pasan hambre! Hoy es su
primera noche de muerto.
El camino volvió al silencio, las voces cesaron. Cerca del amanecer,
cuando la tenue chispa del astro diurno de nuevo se asomaba por las crestas de
las colinas, en el tranquilo campo se escucharon siete voces. Otra más callaba.
–Esta justicia de hombres, siempre tan corrompida –comentó una voz suave
y femenina.
–De más se sabe que en la tierra la pureza es la virtud de las rocas, al
igual que la prudencia –replicó una segunda voz con características masculinas.
–Ésa es una de las grandes verdades, y vaya que son pocas –dijo la
primera voz.
–Ese Juan cree que la justicia del cielo no caerá sobre él –añadió una
tercera voz.
–Hubiera sido mejor para él pagar su culpa en la tierra; lo que le
espera es atroz como su acto –gruñó una cuarta voz con fiero sonido animal.
–El ejército justiciero toma la vida del tirano y la aleja de la gloria
sagrada del perdón. ¡Que el hombre, que Juan lleva por nombre, cumpla su
condena! –entonó la quinta voz que sonaba como si fuesen dos voces a la vez:
una de mujer y otra de hombre.
–La hora se acerca –susurraba suave, pero firme una voz masculina: la
sexta.
–Yo soy el agraviado –se escuchó la octava voz, la cual pertenecía al
difunto Pedro–. Yo la nueva voz entre ustedes. Se me habrá de permitir
presenciar la consumación de la justicia eterna, sólo así descansará este
espíritu dolido.
–¡Viene ya! Se escucha el caballo –interrumpe en ese momento la tercera
voz.
Juan cabalgaba por el camino, el cual mostraba una cierta oscuridad,
pues el sol apenas se asomaba tras las colinas. Alguien lo acompañaba montado
en el caballo y sosteniéndose de él: era la silueta de una mujer.
–¡Magdalena! –dijo encolerizada la voz de Pedro–. También me traicionas.
Tú, a quien amo tanto aun después de la vida.
–La justicia llega ya. El tiempo, que nada vale de este lado, les llega
a esos dos, para quienes el tiempo les es todo –replicó la segunda voz.
–¿Ella también pagará la traición? –pregunta entonces Pedro.
–Es inútil contestar, el tiempo, que nada vale, llegó –repuso la segunda
voz.
La séptima voz que hasta entonces había callado, lanzó un grito aterrador,
un gruñido espantoso; el caballo lo percibió como un trueno ensordecedor en
medio de la más horrible tormenta. El animal levantó sus patas delanteras al
aire derribando a sus ocupantes. Magdalena y Juan cayeron a la orilla del
camino. Ella quedó con su cabeza destrozada por el impacto en las rocas. Juan
estuvo inconsciente por algunos minutos, hasta que comenzó a dolerse de las
heridas recibidas en la aparatosa caída.
–Ella ya pagó su deuda –dijo la primera voz notablemente complacida.
–Éste ya se muere –comentó la tercera voz mientras todas las voces se
dirigían a ver a Juan.
–¿Y qué espera? –repuso la séptima voz con gran impaciencia.
–¿Ella tenía que morir? –preguntó Pedro.
–Ya lo ves –dijo la quinta voz–. Si no tuviera que morir no hubiera
muerto.
El sol había salido por completo. Las ocho voces callaban. De vez en
cuando la séptima voz gruñía para demostrar su descontento. Juan no moría aún.
Agonizaba, pero no sucumbía a la muerte.
Pasaron algunas horas y Juan continuaba la agonía sin que se consumara
su deceso. Entonces se escuchó el sonido de un carruaje jalado por caballos. El
silencio de las voces continuaba; la séptima gruñía de vez en vez. Las dos
personas que venían en el carruaje se percataron del accidente. Levantaron el cuerpo sin vida de Magdalena y el de Juan
quien, aunque agonizaba, murmuraba y
desvariaba sin cesar.
–¿Qué hacemos? –preguntó la tercera voz rompiendo el silencio.
–¡Se lo llevan! –dijo la primera voz, alarmada.
Todas las voces se dirigieron a la séptima, la que hizo caer el caballo
con el grito.
–Los dos inocentes de la carreta a cambio de un culpable; sus culpas por
pagar deben tener también ellos –comentó resignada la séptima voz y lanzó un
grito espantoso que hizo correr a uno de los dos equinos, el otro murió en el
acto pues del susto su corazón cesó de latir. La carreta volcó al toparse con
el cadáver del caballo, mientras el otro animal jalaba con brutal fuerza el
carruaje. Ambos tripulantes murieron en aquel pandemónium, al igual que los dos
caballos. Juan sigue con vida.
–¡Sigue vivo! –gritó estupefacta la sexta voz.
–¿Qué pasa aquí? –rugía la séptima voz encolerizada–, ¡ya hice de todo
para que éste deje de vivir!
Las ocho voces se acercaron al cuerpo destrozado de Juan.
–¿Por qué no te mueres, Juan? –le preguntaron al unísono.
–Ya dejen en paz al pobre cadáver de Juan –contestó una novena voz,
proveniente del cuerpo del desdichado–. Ya hace mucho que murió, yo soy
solamente su conciencia.
–La justicia verdadera se regocija –comentó la quinta voz.
–Yo fui siempre fiel a la justicia –dijo la conciencia del difunto
Juan–; ¿qué hay de mí?
–Tú te quedas ahí hasta que te coman los gusanos –repuso alguna de las
voces.
El sol comenzaba a meterse. Los grillos chirriaban de nuevo bajo las
estrellas que apenas empezaban a brillar. Una carreta volcada, una nube de
insectos y depredadores merodeando los cadáveres, poco turbaban la cotidiana y
apacible sonata de los grillos del campo.
El
engaño
–Tu negativa no te llevará muy lejos –vociferó altaneramente el guardia,
parado frente a los barrotes de aquella celda que aprisionaba al detenido.
–No hay nada que pueda hacer; no he nacido traidor –replicó aquel hombre
de recia mirada y severa indiferencia.
–¡Han muerto decenas! Niños hay entre las víctimas –dijo el guardia con
cierta preocupación, pero con tono ecuánime–, ¿no te sientes en deuda con tu
Dios? Tú sabes quiénes han ejecutado el atentado. Si tan sólo pudiéramos
aprehender a los miserables que activaron la bomba, sin duda llegaríamos al aun
más miserable intelecto que ideó y creyó necesario tal acto de barbarie.
–No hay más apropiado calificativo para denominar tal acción
–respondió el preso con su voz
temblorosa y titubeante–; pero ya lo he dicho, no hay nada que mis palabras
puedan remediar. La muerte ya se apoderó de esas vidas.
–¿Y la justicia? Esos monstruos deben pagar su atrocidad; en tus manos está.
–¡¿De qué justicia hablas?! ¿Acaso de la justicia de los libros del
estado, de esa justicia jamás definida de la sociedad? –gritó encolerizado el
prisionero, sosteniéndose en los fríos barrotes de su prisión.
–Se hace lo que se puede hacer –replicó el celador encogiéndose de
hombros.
–Lo que se hace no es suficiente. ¡Eso es una mierda! Tu justicia es una
mierda. La verdadera justicia viene de lo más hondo del espíritu, pero eso es
un inconveniente en este mundo donde el llanto se seca con billetes. ¡A la
mierda, pues, tu justicia!
–Esas patrañas que evoca tu razón plantéaselas a esos cretinos que
pretenden comer del pensamiento. Platón tuvo influencia en su tiempo; hoy te
ensucias las manos y la conciencia o no comes. En fin. A lo que nos compete.
Dime, sin perder tu escaso tiempo, quién activó el explosivo. Sabemos que nada
tienes que ver con esa organización criminal; bueno, lo suponemos. Pero tú los
has visto. Estabas ahí cuando el circo aquel se desencadenó. ¿Tienes miedo que
tomen represalias contra ti? Son miedos infundados, antes que esos bastardos
piensen en la venganza, estarán con la cuerda al cuello. Nada menos que el
patíbulo les espera.
–No hablaré –dijo el hombre dando la espalda al guardia.
–Te condenarán.
–Poco importa.
–Sospecho que les proteges.
–Sospechas mal.
–Entonces habla y todo estará bien para ti y para la justicia.
–¡No hables de justicia! No manches lo que no comprendes siquiera.
–Habla, que no está tu cuello exento de la cuerda infernal.
–Eso no ocurrirá. Yo no he participado en el atentado, aunque ese
lidercito de mierda que manipula nuestra libertad no se merecería menos que
desaparecer, disuelto, pedazo a pedazo, por la letal explosión de una
justiciera bomba.
–Por supuesto que se te puede sentenciar al patíbulo –repuso el
guardia–. Además otra vez hablas de justicia; ¿No habías quedado en dejar eso?
–Tengo derecho a mi silencio. De mi boca no saldrá nada que no sea
necesario decirse.
–¡Piénsalo! Tienes sólo algunas horas de vida segura; después todo será
incertidumbre para ti.
El hombre calló y dio la espalda al guardia. El celador se alejó
exasperado e impotente, frunciendo el entrecejo, pensando en lo estúpido que
era perder el tiempo de esa manera. Pensaba en lo bien que le vendría una
siesta, pero aún no era tiempo de dormir, había que hacer que declarara el
infeliz hombrecillo de la celda.
“¡Pobre infeliz! –pensó el guardia–, no tiene más de treinta
años, o tal vez menos, y ya echa a perder su vida con ideales baratos de...¿de
qué? De honor, quizá."
Algunas horas más tarde el celador entró acompañado de una hermosa mujer
morena, de ojos grandes y pelo negro como un cuervo, un hermoso cuervo. Su
cuerpo envuelto en vestido largo y rojo, rojo como una tarde de octubre, era
curvo y firme, atléticamente estilizado. Su mirada se mostraba inexpresiva,
dando una sensación de aridez no muy distinta a la que provocan las cavidades
oculares de un cráneo descarnado. Pero su boca, contrariamente a su mirada, era
carnosa y daba una vida innegable a su fino y afilado rostro femenino.
El guardia se acercó a los barrotes dejando a la mujer atrás y le dijo
quedamente al preso:
–Andrés, piensa bien las cosas. ¿Te gustaría, esta misma noche, estar
entre las piernas tibias de este ángel?
–¡Calla, alacrán! –dijo el preso en voz baja y furibunda.
El guardia indicó a la joven que se acercara a las rejas. Les dijo que
sólo tendrían diez minutos de charla. “Lo demás ya es un lujo”, añadió. Miró a
la hermosa mujer atentamente, les dio la espalda y se fue con la mirada perdida
y reflexiva.
–¡Andrés! –suspiró ella cuando vio al vigilante lejos.
–¡Elisa! ¡Cuánto te he esperado!
Un silencio se suscitó por más de un minuto. Ella no lo veía a los ojos;
él buscaba su mirada perdida.
–Elisa, sabes que yo no te haría daño –dijo con suavidad Andrés
acercándose a los barrotes.
–¡Pero tienes que hablar, Andrés; tienes que decir lo que sabes! No
debes pagar por quienes contrajeron la deuda –replicó ella entre sollozos,
mientras miraba el piso enmohecido de la prisión.
–Yo no te haría daño –repitió Andrés.
–¡Murieron tres niños, tres niños tan bellos e inocentes como los que
siempre soñamos tener como hijos! –respondió Elisa estallando en llanto.
–Reconozco que ha sido algo aberrante, pero quién soy yo para condenarte
a ti –contestó él al borde del llanto.
–Sólo queríamos matar al bastardo… y a su comitiva; ¡cuánto daño le ha
hecho al pueblo él y su despótico gobierno!
–Fabián activó la bomba, lo vi. Ese insensato te metió en esto que ya no
tiene salida –dijo Andrés, golpeando los barrotes con su puño.
–Lo sé. Todos saben que miraste a los que ejecutaron el atentado; también
se sabe que no has dicho nombres –respondió ella.
–Y no lo haré, por ti.
–¿Cómo se han enterado que viste a los ejecutores del atentado?
–inquirió Elisa.
–Los guardias del edificio los vieron salir; pero solamente de espalda.
A mí me miraron y dieron por hecho que yo vi a los delincuentes; no me culpan
de ejecutor del delito o integrante del grupo, supongo que porque estuve en el
edificio desde muchas horas antes de lo ocurrido y había asistido a éste desde
meses atrás. Pero… si no declaro algo, cualquier cosa, me espera la muerte.
–Declara, di una mentira si así lo quieres.
–La descubrirán, y sabrían entonces que sé algo más. Me vincularían
directamente a la organización, y quizás a ti, y entonces tú... estarías
desamparada, perdida. Es mejor callar.
–Todo es muy confuso, tú no deberías estar en esta prisión infame.
–Poco entiendo. Pude haber negado que miré lo acontecido, pero pensé que
eso resultaría más sospechoso. Ya lo ves… heme aquí. Pero están seguros, yo no
diré nada, por ti; no por ellos. Que se pudran ellos en el infierno. Cualquier
declaración comprometería tu integridad
y eso no me es grato. El silencio es lo más prudente; bendita prudencia.
¡Oh, Elisa! ¡Qué has hecho! Te advertí que no era bueno propugnar ese tipo de
política radical de tus compañeros. Ahora buscan tu nombre y tu cuello, pero aquí
estoy para librarte de tal horror, aunque con eso vaya mi vida.
Elisa se echó a llorar. Él se acercó lo más que pudo; la frialdad de los
barrotes, símbolo de la criminalidad, separaba sus cuerpos.
–Tú no te mereces lo que te pasa, ¡delátanos, lo merecemos! Hemos
matados a inocentes… ¡Niños, Andrés, sólo eran niños! El infierno nos espera.
¡Delátanos!
–¡Calla, que te escuchan! –le ordenó Andrés.
El guardia entró para interrumpirlos:
–El tiempo vuela y a ustedes se les acabó.
–Me voy, Andrés. Te veré pronto –dijo Elisa.
–No lo creo. Así como andan las cosas –interrumpió el celador.
–De eso estoy segura –repuso ella con notable decisión.
–Elisa, no te haría daño –dijo Andrés.
–Ya se ha acabado el tiempo –insistió el celador.
El guardia tomó a Elisa del brazo con cortesía, pero con firmeza y la
llevó a la puerta de salida que daba justo frente de la celda de Andrés. Dejó a
la joven en el umbral de la salida y volvió para susurrarle suavemente al preso:
–Si yo pudiera, esta misma noche saborearía sus pechos.
–¡Rata miserable! –gritó Andrés enloquecido.
El guardia se dirigió nuevamente a la puerta donde Elisa esperaba con su
rostro descompuesto en sollozos. La tomó del brazo con la misma cortesía de
antes y la condujo al exterior. La miraba con cierto aire de escrutinio. De
pronto, aquel hombre sintió tan familiar la fisonomía de la joven desconocida
que sintió compasión, la compasión que se siente por alguien que se ama. “¡Al
diablo con esto!”, pensó. No había tiempo para eso. Acaso debería haber tiempo
para dormir.
Andrés pudo escuchar cómo el ruido intenso del taconear de su Elisa se alejaba, perdiéndose en la lejanía.
Quedó solo de nuevo, atacado por la incertidumbre. Solamente los ecos lejanos
de aquella ergástula le acompañaban, ecos sin tiempo y completamente etéreos.
Dos horas más tarde estaba el guardia sentado en una silla plantada
frente a la celda de Andrés.
–Eres un insensato, Andrés. Tienes una hermosa mujercita, que por cierto
no es una santa, y pierdes el tiempo guardando en tu mente un par de nombres,
que tal vez podrías compartir conmigo. Es tu decisión, sólo dices el nombre de
unos bastardos, que ni te van ni te vienen y: ¡Andrés y Elisa disfrutándose sus
cuerpos, saboreándose mutuamente!
–He dicho que no diré nada; yo no estoy involucrado en ese asunto.
–¿Y Elisa? ¿Está involucrada ella?
Andrés sintió que se le escapaba el aliento de sus pulmones, de un salto
se acercó a los barrotes y gritó carcomido por la furia y el miedo:
–¡¿A qué te refieres rata miserable?!
–Sin ofender, jovencito –ironizó el guardia–. ¿Crees que el estado y sus
sabios servidores no sabemos en qué negocios se desenvuelve tu hermosa
mujercita?
–¿De qué hablas? –inquirió Andrés con sus ojos desorbitados.
–No te preocupes, todo tiene arreglo, hasta este punto. Sabemos que
Elisa es sólo un..., digamos, un ornamento de la organización a la que
pertenece, la cual por cierto, ideó y ejecutó el atentado contra el jefe, ¿Ya
sabes a quién me refiero? Sí, lo sabes muy bien. Saben muy bien que si él llega
al poder máximo, tendrá poca indulgencia con los detractores del Partido
Evolucionista Racional, como tu damisela. Tenemos conciencia que Elisa es un
cero más que inválido en la planeación y
ejecución de acciones de ese grupo opositor delictivo. Por tal razón, y gracias
a la transigencia del gobierno al cual esos cretinos atacan, se te ofrece un
trato justo, con el cual verás que en realidad la justicia es más práctica que
filosófica. Nos dices quiénes activaron manualmente el artefacto explosivo, un
par de nombres (sabes que la evacuación no se logró en su totalidad en sólo
cinco minutos y murieron algunos inocentes. ¡Lástima de niños!), un par de
nombres y por ende a ellos se les extraerán otros nombres, sobre todo el nombre
del culpable intelectual de ese malintencionado atentado. Tú saldrás medio
limpio. El jefe te brindará toda su protección al igual que a tu damita. Se
irán. El delito de ambos, tu encubrimiento, y su complicidad, será borrado de
las listas del estado. La prensa no se meterá en esto, difícil tarea, pero no
imposible para nosotros.
–¿Es verdad tu proposición? ¿Será cumplida? –inquirió Andrés con notable
interés.
–Totalmente. Si no confías en tu gobierno, ¿entonces en quién puedes
confiar?
–En un muerto –replicó Andrés con una sonrisa irónica en sus delgados y
jóvenes labios.
–¿Aceptas el trato? Es ahora, o nuca será. Es un acuerdo leal y
plenamente legal.
–Acepto –dijo Andrés y estrechó
la mano del guardia que sonreía complacido.
Andrés declaró. Mientras hablaba de Fabián, Ernesto, Miguel y de Adolfo,
el líder, tuvo una sensación desagradable de náuseas en su garganta; no por que
sintiera aprecio por aquellos sujetos que apenas conocía y con los cuales había
cruzado sólo unas cuantas palabras, sino por que repudiaba ser un delator. Pero
amaba a Elisa. ¡Qué importaba todo y todos si ella, joven, bella, una Elena de
piel morena, le acompañaría hasta el fin
del tiempo!
Tres días después de su declaración, el guardia se presentó ante Andrés.
–¿Qué pasa, y nuestro trato?, ya debería estar yo en los brazos de
Elisa.
–reclamó Andrés desconcertado.
–Andrés, eres joven. ¿Cuántos años tienes? ¿Veinticinco, quizá? Eres
transparente, muchacho. Antes era menester utilizar la trágica técnica del
flagelo para inducir a los reos a la declaración. Hoy, muchas cosas han
cambiado; todo evoluciona. Los rusos no son un “peligro” para los
norteamericanos y “viceversa”; aunque no estoy tan seguro de eso último. Ahora
se curan muchos padecimientos que antes arrasaban a millares de personas. Hay
pocas cosas que no han cambiado, como la política y todo lo que requiere del
sentido común del hombre, eso no es lícito cambiarlo; esto sigue por los
suelos. Bueno, viendo mejor las cosas, muchas cosas no han cambiado; ya me
contradigo. En fin. Lo que sí ha cambiado es que nuestro gobierno considera la
tortura, y sus métodos, como una insipiente forma de estimular la declaración
de los presos. En cambio el engaño ha cobrado un enorme auge. Se nos entrena en
universidades con el fin de desarrollar técnicas complejas de engaño. ¿Acaso
creíste que era un guardiancito? Tú caíste en una de las más ortodoxas y
sencillas técnicas de engaño. Ahora los celadores no somos sólo los que
soportan las rabietas de los reclusos, somos unos profesionales en el engaño,
la demagogia y todo eso. Algo así como un gobernante común.
–¡Rata miserable! Entonces el trato ha sido una atroz falacia
–interrumpió colérico Andrés.
–Falacia es una vulgar palabra, digamos mejor Engaño Sistemático
Dirigido o ESD; ése es el término
oficial. Es toda una metodología
–explicó solemnemente el guardia.
–¿Y Elisa? ¿Qué ha sido de ella?
–Ahora es, más que una hermosa mujer, como un péndulo de reloj. Cuestión
de justicia oficial.
–¿Qué dices escoria? ¿A qué te refieres?
–Le han estirado el cuello; está muerta. El patíbulo no perdona a los
agresores de la sociedad.
Andrés lloró amargamente. El guardia se posó taciturno frente a la
celda. Al cabo de cinco minutos, en que Andrés chilló y sollozó desconsolado,
el celador se dirigió a él:
–No te tortures demasiado. Estas
cosas duelen. Pero todo se olvida. ¿No es acaso eso la vida? Un montón de dolor
que va y viene. Debe ser difícil perder a alguien a quien se ama; nunca he
estado seguro si he amado o he perdido a alguien. Pero tú obtendrás pronto tu
libertad; en algunos meses tal vez. Has cooperado con el estado, has cumplido
un enorme deber. Fuiste justo, quizás dentro de los parámetros de la justicia
humana, pero, algo es algo. Ella no lo sabía, pero... te lo digo aquí en
confianza: cuando me enteré que Elisa era hija de Julia Sans tuve una tremenda
incertidumbre que aún no puedo aclarar. Julia Sans fue mi amante, hace
veintitrés o veinticuatro años de eso. Un día, intempestivamente se fue de la
ciudad. Algunos dijeron que al percatarse de su embarazo tuvo miedo porque
estaba preñada de otro amante. Otros dijeron que el embarazo era producto de
nuestra relación. Poco entendí al respecto, ahora menos. ¡Bendito beneficio de
la duda!, ¿quién lo habrá inventado? El asunto es que no sé si Elisa es mi hija…
mejor dicho, no sé si fue mi hija.
“¡En fin! Ya tendré tiempo de invitar a Julia un café y charlar, ahí tal
vez le preguntaré si Elisa era mi hija. En ese caso, ¿debería sentirme culpable
de haber estado implicado en la decisión condenatoria de mi propia hija? ¡No lo
creo! Son cosas del deber. Si yo no me siento mal, ¿tú por qué habrías de
sentirte mal? Saldrás en unos meses, y a buscar otras piernas donde refugiarte.
“Ya es tarde. Me muero de sueño. Esta noche dormiré como un niño; deseo lo
mismo para ti. ¡Buenas noches, muchacho!
El guardia se fue arrojando un bostezo que contagió a Andrés. El joven
quedó preso en la celda y en su alma, atónito, mientras miraba a la nada,
pensando que el guardia, tal vez, tenía razón.
Todo
por unas vacas
–¡Don Miguel, se lo
juro, estaba muerto!
–¡Francisco, te dije que no le erraras o
el muerto serías tú!
–Si yo lo miré bien tieso, no me cabe duda.
–¡No, pos’ si la ley se viene contra ti,
tú me delatas, Francisco!, por eso mejor te mato! No sea que el que quede tras
las rejas o bajo tierra sea yo.
Entonces
aquel hombre llamado Miguel descargó su pistola en la sien de francisco. Ya le
tenía apuntada el arma, mientras éste, tembloroso, rogó casi por media hora que no lo matara.
Don Miguel mandó matar a Juan. Francisco
aceptó unos cuantos cientos de pesos por cometer el asesinato.
Juan
le robó un par de vacas a don Miguel. Este último sabía bien que el ganado no
valía demasiado, casi valía lo que le pagó a Francisco por matar a Juan, pero
él había dicho: "¡Es el hecho, es el hecho! Nadie le roba una sola vaca a
Miguel Esparza."
Y Francisco falló. Le disparó un par de
tiros y creyó que estaba muerto; no le dio el tiro de gracia porque pensaba que
era de mala suerte. Así que don Miguel mató a Francisco para que no fuera a
hablar y decir que él lo había mandado a cometer el crimen.
Un año atrás el hijo más pequeño de Juan
enfermó y no tenía dinero para pagar los gastos del tratamiento. Nadie le
prestó dinero para pagar nada, así que una noche se le ocurrió brincarse el
alambrado que delimitaban las tierras de don Miguel con su terrenito y le robó
un par de vacas. No le fue fácil hacerlas correr fuera de las tierras de su
dueño. Además de que estaba muy oscuro, debía hacer el menor ruido posible.
Pero lo logró, se robó las dos vacas y las vendió como carne, en el mercado del
pueblo, con eso le pagó la curación a su hijo, quien mejoró y se restableció
totalmente en poco tiempo.
Al otro día Miguel Esparza, quien era un
hombre de considerable fortuna, se percató de la ausencia de dos de sus
animales. Días después se enteró por casualidad que Juan había vendido bastante
carne en el mercado y sabía que esa carne, sin duda, era la de sus vacas que
tan sólo días antes estuvieron pastando en sus tierras. A Miguel Esparza no le
cabía duda que Juan se había llevado sus vacas. Se enteró, además, de que el hijo de éste había
estado enfermo y que no tenía dinero para costear los gastos de su curación.
Guardó silencio por algunos meses, para que nadie sospechara. Luego buscó a
Francisco. Había que matar al abigeo.
–¿Y para qué lo mato?, mejor que le
regrese sus vacas –dijo Francisco.
–Esas reses ya no están ni en la panza de
los que se las comieron; si acaso andan de estiércol fertilizando algo por ahí
–contestó Miguel Esparza.
–¡Cóbreselas!
–¡Es el hecho, es el hecho! Nadie roba una
sola vaca a Miguel Esparza; al rato se vienen en bandadas todos los pobres
diablos que necesitan dinero y se llevan hasta el toro viejo que anda en el
corral. Esto es cuestión de cuidar el patrimonio de mis hijos.
–Pero… ni hijos tiene, don Miguel –repuso
Francisco.
–Y quién sabe si los tendré; pero es bueno
estar precavidos. Por eso te voy a pagar para que lo escarmientes –contestó don
Miguel alargando su mano con un fajo de billetes.
–¿Y los hijos de Juan? Se van a quedar sin
padre que les dé de comer.
–Tú mátalo y yo te pago. Ya les mandaré
una vaca para que se la traguen.
–Luego se les pierde, es mucho una vaca
para que se la coman antes que se pudra, y con este calor, todo se pudre luego;
hasta uno se apesta a muerto.
–¡Pues que la vendan!
–pero, ¿para qué les alcanza la vaca o el
dinero? Lo de su venta no les dura para siempre, y el animal se les pudre si lo
matan pa’comérselo, no se lo acaban en unos días y se les pudre de seguro. Y
aunque no se les pudriera, les alcanza sólo pa’tragar unos días.
–Tú mátalo y yo te pago; allá tú si
quieres darles tu dinero, el del pago, para que coman; ése es tu asunto.
–No, pos’ no. Ese dinerito es para los
míos, para mis hijos y mi mujer, que no están menos hambrientos que los de él.
Así fue que Francisco fue a buscar a Juan.
Lo buscó todo el domingo. Ya tarde le vino a la mente que para esas horas su
víctima andaría, sin duda, por la cantina. En el pueblo se acostumbraba tomar
unas copas cada domingo por la tarde. A veces no tenían para comer, pero lo de
la bebida era seguro que lo conseguían. Era como un ritual. Se sentían
condenados si el domingo faltaban a la cantina para tomar un poco de cerveza o
licor, al menos del más barato. Todos se sentían purificados, pues en la mañana,
tempranito, habían ido a misa a que les perdonaran los pecados acumulados desde
el domingo anterior.
Allí en la cantina, Francisco vio a Juan
bebiendo, sentado con media docena de hombres. Lo saludó a él y a todos los que
lo acompañaban, y éstos le devolvieron el saludo, pero no se acercó a ellos.
Esperó pacientemente hasta que su víctima se puso de pie y salió de la taberna.
No debía provocar sospecha alguna. Salió tras él guardando una distancia
prudente. A las afueras del pueblo, cerca ya de los terrenitos de Juan,
Francisco apuró su paso y le gritó:
–¡Voltéate, Juan, te vengo a matar y no me
gusta matar por la espalda!
Juan se detuvo sin voltear hacia su
agresor y le contestó:
–¿Eres
tú, Francisco? ¿Y por qué me quieres matar?, dinero no tengo.
–¡Que te des la vuelta, hombre! –le
ordenó.
–¡No, porque me matas!
–¡Te voy a tener que dar de tiros por la
espalda!; si ya estás muerto de cualquier forma. Si no soy yo, otro te
ajusticiará.
–¿Pero por qué me quieres matar?, yo nunca
te he hecho nada –preguntó entristecido el acechado.
–No soy yo el que te mata; es don Miguel
Esparza; dizque por unas vacas que le robaste.
–Eran pa’que se curara mi hijo –repuso
Juan con voz triste y resquebrajada.
–Ya sé, no sigas, que no te mato; y luego
mi hijo sería el que no tendría ni pa’comer… ¡Voltéate o te mato de un cachazo!
–¡Aunque me mates, no me volteo!
–Por eso, voltéate pa’matarte; es muy
triste que a alguien lo maten por la espalda. ¡Vuélvete!
–Si no es por tristeza que no me disparas
por la espalda; tú bien sabes que es de mala suerte; es traición, como la que
le hizo ese Judas a Cristo, nuestro Señor.
–¡Déjate de cosas y voltéate! –gritó
Francisco.
–¡No, si me matas hazlo como lo que eres:
un traidor!
–¡Ahora te mato…! De cabeza o de espaldas,
¡pero te mato!
Y le disparó un par de tiros por la
espalda. Al verlo derrumbado y aún quejándose se le acercó y le apuntó con su
revolver calibre .45 a
la cabeza, pero no le disparó.
“Éste ya se va morir, ya se lo cargo… Pa’que
me busco el mal agüero dándole el tiro de gracia”, pensó Francisco, y huyó dejándolo
en agonía. Al otro día salió a escondidas hacia las tierras de don Miguel. El
hacendado lo recibió serio y un tanto cortés. Lo hizo pasar a la sala y ahí
platicaron un momento. Después salieron a la parte trasera de la casa, a un
pequeño huerto terregoso; ahí, don Miguel le gritó a Francisco:
–¡No lo mataste, imbécil!
–¡Claro que lo maté, me costó mi trabajo
pero le metí dos tiros!
–¡Entonces!, ¿quién demonios está en el hospital
del pueblo? ¿Quién se mejora ahí, de su agonía?
–No sé, pero dudo que sea Juan.
–¡Es Juan, idiota! –gritó don Miguel–.
¿Por qué no le volaste la cabeza de un tiro?
–Es que le di dos balazos. No necesitaba
más.
–¡Claro que necesitaba más; uno en el
cerebro, a lo menos! De seguir mejorando, en unos días más dice que tú
intentaste asesinarlo porque yo te mandé, y eso a mí no me conviene.
–¡Don Miguel, se lo juro, estaba…
Por eso Miguel Esparza mató a Francisco,
para evitar que hablara del crimen que le mandó cometer. El cacique ignoraba
que la mujer de su víctima también sabía, con todos los detalles, lo que había
ocurrido. Y como su marido apareció muerto por el monte dos días después, se
fue corriendo a contarle al párroco el pecado que llevaba en su alma, al traer
la pesada carga que le resultaba guardar el secreto del intento de asesinato
que cometió su esposo contra Juan. Y sabía, sin duda alguna, que don Miguel
había matado a Francisco. El padre indignado le
pidió que lo contara a las autoridades, y ella dijo que no era posible, que su
esposo ya había pagado su pecado al morir. La mujer se fue. El religioso no
guardó el secreto de confesión. Fue y declaró todo a las autoridades para que hicieran
justicia y aprehendieran a don Miguel Esparza por mandar matar a Juan. De paso
les habló de la sospecha. “Para mí que don Miguel mató también a Francisco, a
ése déspota no se le escapa nada; tenía que asilenciarlo”,
así les dijo. Pero antes que la
justicia lo aprehendiera, el hijo mayor de Juan se hizo su propia justicia.
Brincó el alambrado de don Miguel ya muy entrada la noche, pero no para robarle
vacas. Lo encontró dormido, y así se quedó para siempre, cuando le propinó una
docena de machetazos por todo el cuerpo. Aprovechó y se llevó cuatro reses,
cuya carne vendió tres días después en el mercado. Sin embargo, dejó tantos
indicios de su crimen que a las dos semanas fue a parar a la cárcel. Su padre
le dijo, cuando mejoró de los balazos en la espalda, y fue a visitarlo a las
celdas de la prisión del pueblo:
–Hijo, ¿para qué lo hiciste?
–Tenía que matarlo, papá. Él lo quiso
matar a usted y lo intentaría de nuevo.
–Al menos no te hubieras robado las vacas.
Así no habrían sabido que fuiste tú. Y si ya lo habías hecho, se las hubieran
comido en la casa, sabes que tus hermanos y tu madre siempre tienen hambre.
–Eran muchas vacas, papá. Si las mato a
todas luego se pudren. Y si dejo alguna viva, la ven y se dan cuenta de seguro
que se la robé a don Miguel. Mejor las destacé y las vendí; al menos les quedó
el dinero para ustedes.
–¡Todo por unas vacas, hijo, todo por esas
malditas vacas!
–No, papá. Todo por sobrevivir; quién le
manda a Dios regalarle vacas a unos y hambre a otros –contestó el joven a su
padre quien agachado se hundía en un gesto de tristeza.
El día que la Muerte murió
Ese día Rosendo llegó temprano a su casa. Esperaba encontrarse con la
noticia de que había fallecido su tío Francisco, después de una larga agonía.
Sin embargo aún vivía, y además su salud mejoró notablemente durante su
ausencia.
El médico tan sólo un día antes aseguró que don Pancho, como todo el pueblo le llamaba, moriría en menos de
veinticuatro horas.
“¡Ya ves –dijo Rosendo a su tía Leonora–, mi tío Pancho no se va a morir;
él nos va a enterrar a todos! Ese doctorcito no es más que un merolico con
título para mentir.”
Doña Leonora conocía mejor que nadie a don Francisco, y no era para
menos, después de cuarenta y nueve años de matrimonio con él. Ella sabía que su
marido se encontraba bajo la sombra de la muerte, pues no existía otra forma de
que don Pancho estuviera más de siete
horas en la cama, y desde que inició su agónica enfermedad habían pasado dos
meses. A pesar de todo y en contra de cualquier pronóstico su esposo mejoró
drástica y casi milagrosamente.
Don Casimiro Siqueiros, el hombre más rico del pueblo y dueño del puesto
funerario local, estaba desesperado porque no había vendido ni un solo ataúd.
Tal parecía que nadie hubiera muerto en toda la región, durante mucho tiempo.
En la iglesia, el párroco atendió a decenas de personas que juraban que
sus enfermos se curaban como por obra
directa de Dios, mientras que en la plaza otros atribuyeron lo que sucedía
a fuerzas cósmicas, basándose en la astrología. Todo era confusión; cada
habitante contaba una historia sobre el por qué de la ausencia de la muerte.
Rigoberta, la curandera, dijo: “Éste es un aviso de los espíritus. Están
furiosos porque ese doctorcito quiere curar los males del alma con pedazos de
cal con nombres extraños, hechos por los enemigos de la verdad.”
Doña Gracia vociferó altaneramente: “¡Hermanos, el pecado se ha
encarnado en ustedes como el demonio en un cerdo y el castigo es vivir en un
cuerpo putrefacto sin poder escapar de él! ¡Ingratos! No han sabido agradar a
Dios; ¿por qué no son como yo?”
Don Arnulfo Gándara, el ateo del pueblo, dijo: “Pues si la muerte no
viene, yo no cuestiono por qué, mejor aprovecho su ausencia. Ahora que no está,
podré salir tranquilamente; no habrá quien me arrebate lo más valioso que
tengo: mi vida.”
* * *
Don Casimiro estaba en la oficina de su funeraria cuando una voz se dejó
oír a su espalda tan quedamente que no pudo discernir si pertenecía a un hombre
o a una mujer. Se volvió180 grados sobre su silla giratoria para quedar
frente a un personaje lúgubre y sin identidad reconocible. Quedó atónito con
sus ojos sobre el Ser que parecía no someterse a las leyes del tiempo y no
mostraba rastro alguno de su género. Aquello, que no era humano ni animal, dijo
cortésmente:
–Buena noche tenga usted caballero. Soy el errante destino del ser vivo
sobre la tierra. Mi dominio durante una infinidad de siglos ha sido absoluto.
Me valí, en un principio, de la ingenuidad del hombre; le despojaba de su
futuro fácilmente y no tenía defensa alguna. Cuando la humanidad evolucionó
obtuvo algunas armas para combatirme y me arrebató infinidad de batallas,
llevándose la gloria del triunfo sobre mi influencia. Después me valí de pestes
poderosas y traicioneras que atacaban de súbito y aniquilaban antes de un
suspiro a su víctima. Pero... Dios decidió reprimir a mi ejército devastador, y
las pestes, en su mayoría, fueron enterradas bajo el cieno profundo de las
aguas de la historia, hasta el día en que vendrá el Arcángel de la fatalidad,
de nuevo, y liberará a mi ejército. Posteriormente utilicé el arma de
exterminio más letal: la estupidez humana.
Ésa misma que crea por sí sola la ambición, el poder, y genera odios entre
razas y provoca desastres bélicos; pero, a pesar de mi principado terrenal de
muerte y miseria, yo sólo soy siervo del universo, y éste a su vez, lo es de
Dios.
“Ahora, caballero, he tenido que
pasar de ser victimario eterno a víctima eventual. Treinta amaneceres me vi
asechado por las más horribles pestes que alguna vez utilicé para cumplir mi
labor mortal. Otros treinta días fui víctima de mi más preciado aliado: la
guerra. Fui sometido a las más horribles flagelaciones utilizadas en acciones
bélicas. Sentí el dolor y el dolor me sintió a mí. Durante esos sesenta días mi
influencia fatal dio tregua a la humanidad. Es por eso que, como sabrá usted,
en este pueblo, como en el resto de la tierra, ningún ser del reino animal ha
muerto últimamente.
Don Casimiro respiró profundamente y exhaló todo el aire que pudo.
Quería que el terror que sentía se fuera con su aliento expulsado. Sólo
entonces, después de exhalar, dijo:
–Sé quién es usted. Sé, según
lo que me ha dicho, que por alguna razón, que no me atrevo a cuestionar, ha
sido víctima de sus propios métodos para quitar la vida.
Entonces, aquel triste personaje de tan despreciable labor lo
interrumpió abruptamente:
–¡No, no quito la vida; doy la
muerte! ¡Sólo doy la muerte!
–Sin más rodeos, ¿cuál es su interés en hacerme conocer su identidad y
su situación? ¿Es acaso que me ha llegado la hora de abandonar esta vida?
–¡No! He venido a solicitarle un servicio. He venido a que se cumpla una
paradójica profecía. Usted deberá ocuparse de darme todo el servicio fúnebre; igual
como se lo daría a cualquier campesino de los vastos sembradíos de trigo de
este valle, después de mi cercano deceso. Además deberá dar la noticia en la
iglesia, en la plaza, en cada rincón del pueblo, hasta que corra el rumor por
todo el mundo de que... ¡ha muerto la
Muerte !
Y así fue. La Muerte
murió. Y tal como lo solicitó previo a su insólita defunción, fue exhibida
dentro de un sencillo ataúd económico. La capilla de velación de la funeraria
se encontraba, como era de esperarse, llena de curiosos del pueblo y lugares
aledaños. La multitud crecía con el pasar del tiempo, ya que la noticia de lo
que acontecía en aquella comunidad, que hasta entonces había sido llamada El
Camino Real, se expandía a la velocidad de la luz por el resto del estado, y
eventualmente todo el país conocía la paradójica buena noticia.
Cuarenta y ocho horas después el mundo entero sabía que en El Camino
Real se encontraba en velación, por no decir exhibición, el cadáver, si así se
le puede llamar, de la mismísima Muerte. Dados aquellos inverosímiles
acontecimientos el nombre del pueblo nunca más sería el mismo, ahora se
llamaría El Edén, ya que allí había
nacido, según sus habitantes, la vida eterna del ser humano, y creían además
que con la ausencia de la muerte el mundo prosperaría.
El Edén, como ahora era llamado, pronto se vio invadido por multitudes
de todas las razas, credos y nacionalidades. Parecía como si el pueblo fuera el
centro del mundo.
Al paso de siete días, el cuerpo ya putrefacto del difunto de difuntos fue sepultado, mientras miles de personas veían
el suceso. Si el mundo entero hubiera tenido cabida en aquel pueblecillo, se
hubiese incorporado al espectáculo fúnebre más célebre de la deteriorada
historia del universo. Esa noche, la noche del funeral, en todo el planeta se
elevaron millones de copas llenas con los mejores licores y con las más
modestas bebidas, sólo para brindar por el suceso más trascendente en la
historia del hombre. Todos creían que la vida eterna, en un cuerpo eterno,
sería el principio del fin de las miserias humanas. El cambio meridiano
nocturnal se recibió con gran algarabía. Se oyó por el cielo un estruendo, como
el trueno más poderoso que jamás oído humano haya escuchado. Fue el brindis de
millones de personas; el golpecito al unísono de infinidad de copas en todo el
planeta, seguido de un insensato ¡salud!,
expresado en decenas de idiomas y dialectos. Resultaba fantástico y aterrador
el brindis masivo, como un rugido apocalíptico, aunque con cierto canto
armónico. Se podía respirar en el aire el olor del whisky escocés, del champán
de Francia, la cerveza alemana; la fragancia de los fermentos de los monjes de
todos los seminarios del mundo; por supuesto que el olor ardiente del tequila
mexicano era más espeso que cualquier otro aroma.
No pasó mucho tiempo para que todos hicieran un vulgar intento de
olvidar que alguna vez existió la muerte. En cada lengua existente se modificó
el significado del verbo morir, de
modo que en los diccionarios podía leerse:
Morir v: término ficticio que se
refiere al final de la vida útil de un organismo.
Casi todos se encontraban deslumbrados por el engañoso beneficio de la
vida eterna en la tierra. Sin embargo, en poco tiempo el suceso mostraría su
lado amargo y perverso. De pronto, el mundo entero se vio asediado por
innumerables calamidades. Aquel festejo universal, por demás estúpido, fue
eclipsado por las más horribles pestes que acechaban indiscriminadamente a
seres humanos y animales. Las naciones se levantaban unas contra otras, y no
existía alianza alguna entre ellas; sólo había odios recíprocos e
injustificados. La lluvia caía infectada de ácido, producto de una atmósfera
enferma y agonizante, y carcomía la piel del desafortunado que tuviera contacto
con el agua; los mares devastadores se posaban tierra arriba y los valles se
hicieron profundas lagunas cenagosas, amargas como el Aqueronte. Las aguas
recobraron su antiguo dominio.
Las personas corrían buscando un refugio y gritaban: ¡Escóndanse, ha vuelto la Muerte con más furia que
nunca! Eso hubiese sido mejor, porque aquellos que habían sido carcomidos
por las plagas, se levantaban putrefactos, por efecto de las epidemias, descarnados,
víctimas del apetito de animales igualmente enfermos y hambrientos. El dolor no
había muerto. El dolor continuaba su inmisericorde labor.
¡Quiero morir! se escuchaba frecuentemente en voz de
aquellas víctimas inmortales, pero no ajenas a la pena de vivir en las
condiciones de un muerto. De igual forma imploraban por el regreso de la muerte
aquellos que sufrían lesiones que en otras circunstancias hubieran sido
mortales. Alrededor del mundo las guerras mostraban espectáculos dignos del
mismo infierno, cuando, después de haber sido heridos de muerte, los soldados
se levantaban adornados con orificios en todo el cuerpo, con la palidez que
sólo un muerto puede tener, y se dolían de sus heridas; aterrados por lo que
ocurría pedían a Dios que les brindara el confort de la muerte. Los vientos cálidos
arrastraban hedores insoportables, esparciéndolos en cada rincón de la tierra;
hedor de la vida muerta.
Siete años de dolor e incesante tortura pasaron desde aquel día en que
la muerte se ausentó de la historia humana para ser sepultada en un modesto
panteón de El Camino Real, ahora llamado El Edén. La tierra y el mar, teñidos
de sangre, coloreaban el horizonte de un lúgubre color escarlata.
Al fin la mañana taciturna y gentil dio tregua real al dolor. El alba
alumbró la sepultura de siete años del príncipe o princesa de la mortalidad,
mostrando que ya no yacía allí, ni lo haría más. Ni un lamento se arrojó al
aire, ni un reproche se escuchó; solamente el estruendo de millones de seres
vivos, animales y humanos, al derribarse, después de su agonía, más que en el
suelo, en su ansiado descanso perpetuo.
Don Francisco murió en su sanguinolenta
cama, mientras su sobrino Rosendo escuchaba en otra habitación el último
suspiro de su tía Leonora, suspiro al Dios del cielo entonado con fervorosa
pasión. Don Casimiro tenía muchos clientes para su funeraria, sólo que él mismo
les acompañaba, en cuerpo y alma, en una oscura fosa común donde ahora
comenzaban a echar cuanto cadáver adornaba las funestas calles del pueblecillo,
el cual recobró su antiguo nombre: El Camino Real. Cada ciudad en el mundo
hacía lo propio con sus despojos humanos y animales. Sólo aquellos que sobrevivieron a las
pestes y heridas recibidas en el período de detestable inmortalidad, pudieron
ver cómo la Muerte
reclamó el derecho a su ahora aliciente reino mortal. Y solamente siete años de
miserias y sufrimientos necesitaron para comprender el verdadero significado de
morir.
Una tarde como todas
En un mundo de luz toda cosa tiene una sombra
que pende de ella.
A.S.M
Ésta es una tarde como todas. Es cierto que hoy llueve como nunca;
también es verdad que su corazón ya no late como ayer lo hacía. Pero es sin
duda una tarde como todas.
El viento agita la calma de los árboles. Los perros y sus ladridos
etéreos se esconden de la lluvia como cualquier otra tarde tormentosa.
Maximiliano tiembla de rabia, como de costumbre, pues el aguacero mata
lentamente su ambición de lograr una cosecha abundante: la lluvia comienza a
dañar los sembradíos.
Doña Catalina ha llenado de paraguas rojos el jardín de su casa, ella
piensa que sus flores se disgustan con el agua de la lluvia. Cree, además, que
las gotas son lo suficientemente grandes y pesadas para dañar los pétalos de
sus hermosos rosales. El color rojo de sus paraguas no es por nada en
particular, al menos eso dice ella.
María se ha vestido hoy de rosa, como siempre lo hace; sólo ayer vistió
de un estéril color negro, y sólo ayer lloró casi tanto como yo. Tantos años de
amistad que compartió con ella, con mi mujer, se fueron en un segundo. Bueno es
ver que arrojó su ropa negra al sótano al igual que su llanto.
El párroco ha pasado frente a mi casa y se ha percatado que en la
ventana yo miraba hacia la callejuela. Me ha saludado tímidamente y se ha
agachado, intentando no caer en los charcos que dejó la tormenta.
Desperté temprano, cuando las estrellas aún ornaban el cielo; me percaté
que estaba solo en la cama. Supe que estaba solo en este mundo basto de
personas. Al salir de la casa, todo aquél con quien me topaba me saludaba y me
decía cosas como: ¡Disculpa, me fue imposible
acompañarte! ¡Que la resignación te
llegue pronto! ¡Todo es un designio
de Dios! Me hubiera gustado, en aquel momento, animarme a decirles que se
guardaran sus cosas, yo ya tenía demasiado en qué pensar, demasiado que ajustar
en mi nueva vida para poner atención a todo cuanto decían.
La tarde había llegado. De pronto extrañé la taza de café que a las tres
de la tarde invariablemente me esperaba sobre la mesa de nuestra cocina. Hoy no
habría taza, ni café, ni alegría; ni siquiera rutina. Tratando de compensar
aquello, que desde solamente horas atrás no ocurriría en mi vida, fui a una
cafetería. Ahí también recibí una ronda de frases por parte de aquellos que
tomaban de sus tazas de café o té negro. La mayoría eran viejos cuyas familias sólo
eran recuerdos preciados y motivos de las pláticas que sostenían unos con
otros.
No pude soportar aquel cuadro añejo y enmohecido de charlas
terriblemente nostálgicas y de remembranzas; momentos muertos para siempre. Tal
vez temía ser parte activa de ese grupo de detractores del presente, enemigos
de la alegría y la esperanza.
Era una tarde como todas y mi vida parecía ser tan distinta a la de unos
días atrás. Al salir de la cafetería, nauseabundo, completamente asqueado de la
soledad de aquellos hombres, y de la mía propia, miré pasar a una hermosa joven
de cuyos ojos irradiaban vida, algarabía y placer. La deseé inmediatamente. La
había visto antes, con toda seguridad, y
la deseé ya entonces. Era sin
duda una tarde como todas.
El vapor de la lluvia, que hacía horas había amainado, comenzaba a
elevarse, y el pueblo no era muy distinto a una enorme hoya de presión. Doña
Catalina quitó los paraguas rojos del jardín. Los guardó en el viejo desván de
su casa. Únicamente se quedó con una sombrilla, ya que había decidido ir a casa
de Elena, su apreciada amiga de infancia, su compañera de días sin paraguas y flores, y las nubes ya
se habían ido; el sol se mostraba intenso.
Salió Catalina y desplegó la sombrilla para protegerse de la intensa luz
solar, pero el sopor no disminuía. No se percataba que no era el sol el que
quemaba, era el residuo de la lluvia que se elevaba invisible y causaba un
despiadado bochorno. Sólo era posible ver el vapor si se miraba al suelo y se
ponía atención a un puñado de sombras que serpenteaban en dirección contraria
al sol. Es necesario ver más de un horizonte para percatarse de algo tan
simple; es menester, entonces, ver lo insignificante, y hasta lo sombrío, para
sentir certidumbre de lo que acontece y de lo que somos. Doña Catalina se
conformaba con sus paraguas y sus flores.
Maximiliano no era muy distinto a doña Catalina, ambos tenían nobles
nombres bendecidos por la historia. Pero eso no tenía mucha importancia, ellos
no miraban como lo hace el águila para cazar, para sobrevivir en este mundo
donde las fieras más terribles se arrastran por el suelo. Maximiliano se sentía
a salvo porque sus siembras no se dañaron tanto con las lluvias. Cuando cesó el
aguacero, él se enclaustró en la cantina y festejó la afortunada salvación de
su cultivo de algodón. No pensó demasiado que las nubes son libres y lloran
donde quieren y cuando quieren.
Era una tarde como todas. Yo miraba una luz al final de un mundo de
tinieblas. Conforme transcurría el día la oscuridad clareaba y mi corazón
palpitaba con más calma cada vez. Vivimos tantos años juntos, que aunque el
amor era un viejo hito ya casi olvidado, éramos indispensables el uno para el
otro. A veces nos odiábamos con ternura indescriptible. Una terrible enfermedad
devoró su cuerpo gradualmente; ayer terminó la batalla que ella libró, por
meses, con aquel padecimiento: sucumbió. Pidió que fuera sepultada apenas
muriera, y así fue.
La tarde comienza a irse, esta tarde que no ha sido muy distinta a las
demás; salvo a que allá, dentro de mí, en lo más profundo, algo dejó de vivir,
algo imperativo. Antes de entrar a mi casa he vuelto a mirar a la joven hermosa
cuyos ojos irradian vida, algarabía y placer. Me ha dirigido un saludo y yo se
lo he devuelto. Se ha parado frente a mí y me ha dicho: "La vida continúa.
¿No ves acaso que éste es un día como todos? Sólo que ella no sufre más."
Tuve el deseo de tomarla en mis brazos y oprimirla junto a mí para
sentir sus cálidos senos. Y allá, en lo más hondo de mi alma, ese algo
continuaba muerto, pero mi cuerpo tiritaba buscando verse satisfecho; él no
conocía de luto, de tristeza, de pudor; sólo sabía que aquella joven me había
tomado la mano invitándome a su cuerpo; a su alma aún no, apenas era el tiempo
de la carne. Entramos a mi casa. Mi mente contrariada, torturada entre lo correcto y lo incorrecto, recordaba a la recién ausente. Mi cuerpo, insisto, no sabía nada de eso, nadie lo educó al
respecto, era como un niño imperioso que hace sólo lo que desea, influenciado
por ignotas motivaciones.
Ella soberbiamente desnuda estaba tendida en la cama que tanto
disfrutamos mi viejo amor y yo. Pecado o no, mi humanidad no sabe de eso. Por
un momento aquello muerto dentro de mí dio un suspiro, pero murió de nuevo, al
término del efímero amor carnal. Se vistió y yo lo hice también. Salimos. Mi
cuerpo erguido de placer y mi alma atormentada por culpas, herencia de la
razón. La noche y su manto estelar eran ya la escena del pueblo. El párroco
pasó caminando frente a mi casa, evadiendo los charcos casi secos que dejó la
lluvia. Nos miró y sonrió complacido al vernos juntos, y dijo:
"Bonita noche. Esas nubes ya se han ido."
Asentí con la cabeza y agregué:
"Sí, pero siempre vuelven."
La noche pasó. Dormí poco. Memorias de días felices y tristes reclamaron
mi tranquilidad nocturna. Llegada la mañana extrañé el aroma a café que siempre
me esperaba al despertar. De nuevo la lluvia empapaba las siembras de
Maximiliano. El párroco pasó por la callejuela intentando, inútilmente, evitar
los arroyos incitados por la tormenta que corrían cuesta abajo en el empedrado
camino; iba cubierto con un paraguas rojo. Más tarde supe que doña Catalina
murió muy temprano esa mañana, cuando colocaba los paraguas rojos en su jardín
para cubrir sus rosas de las enormes gotas de lluvia veraniega. Sólo le faltó
colocar un paraguas. La encontraron tendida en el césped al lado de un rosal
desprotegido del aguacero, y junto a ella estaba la sombrilla aún no enterrada.
Alguien llamó al párroco. Al llegar, el religioso ofreció la extremaunción a la
dama muerta; después de bendecirla tomó el paraguas tendido a un lado del
rígido cuerpo sin vida de doña Catalina, y le dijo como si aún viviera:
"Me llevo el paraguas. No he traído nada para protegerme de la lluvia. De
cualquier forma, al rosal no le viene mal una regadita."
Maximiliano ya no se preocupó por la lluvia. Comprendió que había cosas
más importantes que una buena cosecha. Al menos él estaba vivo. Lo mismo pensé
yo todo aquel día. ¡Al menos estoy vivo!
María se puso un bello vestido azul cielo; se olvidó definitivamente de la ropa
negra y tal vez de la ropa rosa.
Aquella tarde fue una tarde como todas para casi todos, excepto para
doña Catalina y sus flores.
La lluvia
Una mujer triste, lánguida, con el reflejo tenue de la primitiva luz de
una vela sobre su rostro, sollozaba en silencio mientras hablaba con su pequeño
hijo enfermo, cuya voz se extinguía con cada palabra:
–Mamá, ¿por qué la lluvia cae del cielo mojando todo lo que está a su
paso?
–Es tan sencillo explicar eso de la lluvia: no hay más que ver cuantos ojos
nos miran desde el cielo. Ésos que están arriba en el cielo, los que ya
murieron, hacen un agujerito en la manta celeste, acomodan uno de sus ojos en
él, y cuando ven todas las barbaridades que hacemos no pueden evitar que sus
lágrimas caigan a través del agujero y lleguen hasta nuestro pedazo de
tierra –explicó la madre.
–Pero... ¿De quién son esos ojos tan bellos y luminosos? –inquirió el
niño.
–Pues, son los ojos de tu papá; los de tu abuela, de tu hermanito, de tu
amigo Juan; también de tu perrito y de algún señor que murió solo y olvidado.
–Mamá, ¿algún día mi llanto será lluvia? ¡Eso me gustaría muchísimo!
–Sí, hijo. Pronto tendrás la fortuna de regar los más hermosos jardines,
como esos de las casonas de los ricos.
–¿Tú también regarás las
flores, los árboles y le quitarás la sed a todos los animales con tus lágrimas?
–No, hijo. Yo no… A mí ya se me secó el llanto hace mucho –repuso la
mujer con su rostro agachado, intentando esconderse de la mirada de su hijo.
Entonces
ella levantó al pequeño en sus brazos y lo recostó en su camastro de paja, que más
bien parecía un nido, refugio de la pobreza. Le cantó una dulce canción y le
besó la frente con tanto cariño que parecía despedirlo para siempre. Y el niño
durmió…
La mañana siguiente, desde muy temprano, la lluvia empapó las hierbas
del campo y aniquiló el bochorno causado por el sol. La mujer salió de su choza
y gritó, mirando al cielo, lo más fuerte que pudo haberlo hecho, gritó con su
alma:
“¡Llora, hijito, llora para ver si tu llanto riega mi corazón y crece en
él la esperanza de volverte a ver!”
Cavilaciones de un Corazón
Hoy he dejado de sentir ilusión alguna.
Soy de los primeros en haber llegado a este lugar y nunca he descansado un solo
instante. Si acaso por las noches el ritmo de mi vida deja de tener aquella
vertiginosa velocidad. Algunos dicen que no siento dolor; ¡cuánto se equivocan!
Antes, al menos creían en mi virtud de amar, de apasionarme y brindar lo más
puro y grandioso que puede existir, pero hoy, sólo soy considerado el engrane
de un mecanismo frío y estéril. He comenzado a fastidiarme de tanto trabajo. Un
par de veces intenté relajarme y dormir, un poco al menos, pero no me lo
permitieron; me golpearon severamente, como si hubiera cometido el más atroz de
los pecados, cuando solamente quería tomarme un breve descanso.
¡Recuerdo mi juventud!, nada paraba mi veloz carrera; pero poco a poco
mis ánimos fueron menguando, hasta que mi vida fue lenta. ¡Ah, cuando me
enamoré, cuánta fuerza sentí! Mi sangre se aglomeraba en mis arterias… ¡Y se
atreven a pensar que no tengo capacidad de amar! Si existe alguien que sabe lo
que es el amor, soy yo. Por eso ya me he cansado. Por eso deseo solamente
dormir; ya no quiero caminar, amar, sufrir, temer, ansiar y todo lo que resulta
de vivir en este mundo.
Si me preguntaran algún día, cuando ya haya muerto, qué fue lo que más
disfruté en esta vida, contestaría, sin duda, con plena convicción: "el
amor", eso es lo que más disfruté. Con el amor aprendí todo lo que en la
vida se puede aprender. Aprendí que hay felicidad. Conocí plenamente el dolor,
la desilusión y la esperanza. Aprendí qué era el odio, sentimiento que cansa y
envejece. Me familiaricé con el fracaso; es difícil soportarlo, por cierto. ¡Cuánto
me torturó el miedo!, casi tanto como la incertidumbre: dos gotas del mismo
cántaro. La tristeza fue fiel a mí, y confieso haberla disfrutado tanto como
disfruté la felicidad. ¡Cuántas cosas he sentido, aun cuando hay quienes no
creen que yo pueda sentir!
Si me ofrecieran una sola cosa antes de morir, sin duda pediría sentir
de nuevo amor; esa vitalidad que me da el amor hace que por segundos sienta la
necesidad de ser eterno; luego me vuelve la sensatez y me olvido de esas
locuras. ¿Eterno? ¡Quién quiere ser eterno! Yo no. Por eso ya me he cansado. No
me he alimentado como de costumbre y me siento débil, enfermo. Creo que esta
misma noche dejaré de latir.
El médico seguramente dirá: "Murió de un paro cardiaco", y de
cierta forma tendrá razón, pues he decidido detener mi andanza. Un corazón
viejo ya no le teme a la muerte. Lo siento por quienes dependen de mí, pues ya
no les brindaré sangre e irremediablemente morirán conmigo, a no ser que los
médicos contemplen suplirme con una hojalata impostora. No hay como un corazón
de carne que siente por sí solo, aunque digan lo contrario.
Rogelio Duraltti: un pintor y su obra
Cuando nació fue un niño robusto, rojizo
como los atardeceres del noroeste del país del águila hambrienta. Era la ilusión
encarnada, el pequeño icono de amor, de la hermosa Alicia y el paciente Manuel.
Ellos habían pasado los seis años anteriores juntos, y decidieron no casarse,
pues les parecía una treta legal aquel asunto del matrimonio. Manuel solía
decir: "¡Con ese papelito todo se convierte en interés; y eso de la iglesia
es como un clavo en la cabeza!" Alicia no decía nada, aunque sin duda lo
pensaba.
Una tarde, Alicia dijo a Manuel que pronto
serían padres; hacía cuatro años que lo esperaban, pero la naturaleza no se los
concedió hasta entonces. La ilusión llegó de nuevo: tendrían un pequeño.
Alicia padeció un difícil embarazo,
postrada en la cama, inmóvil y temerosa de perder a su hijo que jugueteaba aún
en el vientre materno. Quedó en coma durante el alumbramiento, exánime como la
piedra en la orilla del río: dos meses más tarde murió. Los médicos atribuyeron
su muerte a la luna. La noche en que nació el tan esperado niño, la pequeña
ciudad, llena de habitantes supersticiosos, se veía radiante bajo el haz de la
luna llena.
Manuel quedó solo con su hijo. Pensó alguna
noche, en la oscuridad, mientras el niño dormía profundamente: "Nunca nos
casamos. ¿Y si existiera un infierno? ¿Y si ya se le ha juzgado por nuestra
unión ilegítima ante Dios? Quizás ahora ella gime y llora de dolor en el
infierno… ¡No, no pienses más; ella descansa y nada más que eso!" Y veía a su hijo, y encontraba en él un
universo extenso e inagotable, veía en sus ojos la naturaleza inmaculada, al
hombre sin prejuicio, como debiera ser; a Dios.
El niño fue llamado Rogelio. Lo amó con
amor de padre y lo adoró con cariño maternal. Le enseñó lo que la vida puede
aparentar y lo que es, sutil diferencia. Rogelio creció ágil, brillante e
increíblemente viril. Comprendía bien lo que toda ciencia ofrece, pero el arte,
ciencia olvidada, le infectó el alma y la razón.
En sus días de juventud, Rogelio escribía
cartas de amores fingidos a cuanta joven hermosa le fuera posible seducir y ellas
no se negaban a él. ¡Qué mujer se negaría al prototipo del hombre valeroso,
ingenioso, inocente, perversamente gentil; al tipo de hombre imperioso que
brinca murallas de un salto y seduce mujeres con un par de frases. Gustaba de
la pintura. Se deslizaban virtuosas sus manos sobre el lienzo. Cubos, mundos
abstractos, todo podía plasmarlo en la tela.
Tenía veinte años cuando Manuel, su padre,
murió de cáncer en la piel. Él decía que el cáncer lo tenía en el alma desde
que su amada Alicia murió veinte años atrás y que moriría pronto, y le
sobrevivió, no obstante, dos décadas.
El joven Rogelio supo cómo sobreponerse a
tan terrible pérdida. Pintó y pintó hasta que en su casa no tuvo cabida ni el
más pequeño de los cuadros; tuvo que deshacerse de ellos vendiéndolos. Fue así
que inició su trabajo como pintor, como artista profesional. Gracias a que su
progenitor le heredó dinero suficiente para sus necesidades y deleites, y a los
ingresos de sus trabajos artísticos, terminó desahogadamente sus estudios en la
escuela de arte, donde le fue concedido un empleo como profesor y asesor de
pintura y artes plásticas. Era feliz de nuevo. El tiempo le había ofrecido el
alivio al dolor de la pérdida de su padre y de la ausencia de su madre. A Dios
no le había necesitado nunca, pensaba él. Sus rezos nocturnos los dirigía a sus
cortejadas, a sus jóvenes amadas o deseadas. No creía más que en él mismo y tal
vez en la virtuosidad de sus manos.
El joven profesor de pintura creció como
artista y como hombre. No eran extraños los rumores de sus relaciones amorosas
con las alumnas de la escuela de arte; no importaba, el gran Rogelio Duraltti
era un artista y es conocida la extravagancia y ocurrencia del poeta, del músico,
del pintor, de todo gran creador.
Un verano hirviente y rojizo como aquél
cuando él nació, una nueva alumna ingresó a la escuela de arte. Rogelio la miró
en el comedor, desde lejos, pues esperaba su almuerzo en el reservado de los
maestros y la joven estaba en el área estudiantil. No probó bocado alguno esa
mañana. Sus compañeros le observaron distante, perdido, como podría alguien imaginar
a un pintor ensimismado frente a su obra maestra. Aquella mujer no podía ser
menos que un espejismo de sus deseos más grandes. Y si era real, entonces
quedaría justificado el por qué tantas culturas, como la griega, vieron en sus
mujeres a diosas. Dado a que la joven no estaba inscrita en su clase, indagó
sobre ella los siguientes días. Ella existía, definitivamente; no la había
soñado. Era un ser humano tan bello, como debía ser imperfecto, al igual que
él. Rogelio no vio, en algunos días, a la joven que tanto le inspiró. La escuela
era de numeroso alumnado y no era conveniente indagar de forma impropia.
Una tarde oscura y lluviosa, como aquellas
que causan tristeza en los poetas, Rogelio salió de su aula, donde había
enseñado a sus alumnos la técnica del óleo. Muchos jóvenes estudiantes estaban
en la salida de la escuela y esperaban que menguara la tormenta. Entre la
muchedumbre de jovenzuelos impacientes, miró a una hermosa diosa. Era ella; era
la joven estudiante que lo había cautivado, cuya humanidad logró hacerlo pensar
que existía la belleza absoluta, aunque esta cavilación sólo fuera una idea
delirante como el amor. Se le acercó. Se miraba como una diosa, olía como un
jardín; pero Rogelio recordó que solamente era una mujer, que podía hablarle,
tocarla, poseerla; hermoso fin le deparaba en su futuro: había que conquistarla
hasta seducir su más íntimo sueño. De manera por demás fortuita, dos días antes
se había enterado que su nombre era Leila. Caminó hacia ella sigilosamente,
como un felino se aproxima a su presa. La joven se percató de su cercanía, pero
ignoró su intención.
–Hola –saludó Rogelio.
La joven fingió sorpresa, pero ya había
adivinado sus intenciones.
–Hola –respondió Leila, tratando de no
darle demasiada importancia al saludo.
–¿Eres nueva aquí?
–Sí, hace un par de semanas que llegué a
la ciudad y me inscribí en el instituto.
–¡Bienvenida seas! ¿Cuál es tu nombre? –inquirió
Rogelio, aunque ya lo sabía.
–Leila
–¡Hermoso nombre, como tú misma: Leila!
–¡Vaya! El gran artista Rogelio Duraltti
cree que mi nombre es hermoso: el tuyo suena ya en la capital, ¡eso debe ser
más hermoso! –comentó Leila.
–Serías una insigne musa para mis obras.
–¿Acostumbras a cortejar a las alumnas de
la escuela?
–¡No!, hasta hoy. No puedo dejar de
admirar tu belleza.
–Ha dejado de llover; es mejor que me
vaya.
–¿Puedo acompañarte? –preguntó Rogelio.
–No es prudente. ¡Hasta pronto! –se
despidió la estudiante mientras el pintor la miraba absorto con su caminar.
En los siguientes días Rogelio no pudo
charlar con ella. Estuvo abstraído, enajenado, durante esos días; sólo pensaba
en su encuentro. No tenía dudas, continuaría. Debía obtener el interés de la
hermosa estudiante. No había otra cosa más qué hacer: tenía que lograr que
Leila lo amara como él ya sentía que la amaba.
Rogelio creía en el amor instantáneo: “Por
qué no habría de existir el amor instantáneo, si todo, hasta lo más absurdo, es
instantáneo en estos tiempos.” Además recordó que lo había experimentado con
algunas pinturas: una tarde, quince años atrás, cuando visitó una galería en la
gran capital, tuvo el placer de mirar una exposición de Salvador Dalí, el gran
excéntrico de mostacho caricaturesco. ¡Qué deleite fue para él admirar aquellas
imágenes! Fue como enamorarse a primera vista. Fue en esa exposición donde
decidió ser pintor, ser un gran pintor, el más grande de su patria. Y poco a
poco lograba su cometido. Su nombre, en exposiciones a lo largo del país, era
respetado y era ensalzada su virtuosidad. Pero aún no llegaba una obra maestra,
la que lo consolidaría como un grande en su arte. "Ya llegará",
pensaba.
Leila se fascinó con la personalidad de
Rogelio. Era aun más enigmático de lo que pensó. En su encuentro con el pintor
intentó exitosamente no mostrar signo alguno de inquietud; le respetaba
demasiado como para no turbarse al verlo a su lado, al oír su voz; pero logró
controlarse y mostró un cierto desdén, hecho que la angustiaba constantemente
porque pensaba que había exagerado. Tal vez no debió haberse mostrado tan
desinteresada hacia el artista, cuando en realidad aquel encuentro significó
mucho para ella. Leila se torturaba al imaginar que Rogelio podría no querer
tener otro encuentro con una mujer, en este caso ella, que no le diera su
debida importancia. Pero pensaba también en lo que le dijeron en su momento,
tanto su madre y sus compañeras de la escuela secundaria: "Debes mostrar
poco interés; los hombres le dan más importancia a las mujeres que se dan su
lugar."
Una mañana, en uno de los descansos entre
clases, tuvieron otro encuentro. En esta ocasión los dos se buscaron, y se
hallaron. Charlaron tanto que Leila no entró a su siguiente clase y Rogelio fue
a pedir a sus alumnos que practicaran la nueva técnica que les había enseñado,
mientras él arreglaba unos asuntos. La plática pasó de ser un simple saludo de
cortesía a un profundo análisis pictórico del realismo, cubismo y expresionismo.
Tres semanas después, era tal la confianza de Leila hacia Rogelio que
ella lo visitaba en su casa. Fue ahí, en casa del artista, que su relación pasó
de la amistad a una relación amorosa. Una noche en que Rogelio ofreció a Leila
un par de copas de vino y miraban un libro con fotografías de pinturas
célebres, ella lo miró fijamente y él le correspondió acercando su rostro al de
la joven y la besó. La pasión fue tanta que en el momento se entregaron uno al
otro. Siempre recordarían aquel momento.
Rogelio era feliz, tanto como Leila. Las
autoridades de la escuela, al percatarse de la relación, pidieron al pintor que
fuera discreto, ya que no sería bien recibida, en caso de que se divulgara, la
noticia de que un maestro del instituto sostenía una relación amorosa con una
alumna. Aunque ella era mayor de edad y no existía ningún impedimento legal
para su relación, ambos decidieron acatar las recomendaciones; conservarían
aquello en secreto, o al menos en moderada discreción. A pesar de lo obvio de
su unión, no corrieron rumores mal intencionados; eran felices y se amaban, no
había duda.
De pronto, la popularidad del pintor
creció debido a una exposición de su obra efectuada en el extranjero. Tuvo que
dejar la escuela y dedicar su tiempo a viajar de ciudad en ciudad para asistir
a sus exposiciones. Su novia lo extrañaba durante los frecuentes viajes, pero
no le reprochaba sus ausencias. Ella sentía placer en el goce de su amado. El
ajetreo del éxito y los constantes traslados deterioraban la salud y el ánimo
del pintor, quien de la noche a la mañana aparentaba más edad de la que tenía.
En un año envejeció y su mirada se hizo sombría. Charlaba y reía menos, pero
cada vez pintaba más. Cuando estaba con Leila sólo hablaba de cuadros,
caballetes, lienzos y óleo. Ella, que amaba pintar, dejó la escuela de arte;
sentía que comenzaba a odiar la pintura y todo lo concerniente a ella. Adoraba
a su prometido, pero esa ramera, la pintura, se lo quitaba. Para Leila pintar
era divertirse, soñar y relajarse; para él morir lentamente, ataviado por
pinceles, lienzos, caballetes y por mercaderes de cuadros que lo flagelaban con
subastas y costos.
Rogelio decidió descansar de la pintura, las exposiciones y de los
representantes artísticos. Poco tiempo después le pidió a Leila, sin
solemnidad, mientras almorzaban, que se casaran. Ella aceptó y pensó que sería
una forma de sacarlo de la enajenación que le causaba su arte. Antes de la boda
Rogelio sintió la necesidad de ganar dinero, por lo que después de un muy breve
descanso, volvió a trabajar en sus cuadros, y el ajetreo de las exposiciones
volvió a ser su modus vivendi. Leila
llegó a creer que no se casaría con su prometido. Tenía sueños recurrentes en
los cuales su artista se enamoraba de una heroína, pintada por él mismo, y a
ella la despreciaba.
Se casaron en una sencilla ceremonia, a la que no asistieron los padres
de la novia, por su desacuerdo con la unión. Rogelio siguió en sus exposiciones
por todo el país. Ella lo acompañaba pocas veces; odiaba viajar. La gran obra
que Rogelio esperaba aún no se presentaba. Esto frustraba al artista, tanto que
su carácter se fue ensombreciendo cada día más. Por otra parte, los viajes y
los trámites que le eran requeridos para presentar sus exposiciones lo aturdían
demasiado, aun cuando la mayoría de este trabajo lo realizaban sus
representantes. También él, como Leila, por momentos sentía que odiaba la pintura,
pero terminaba por dominarlo aquel fuego que consume el alma de los grandes
artistas. Su espíritu comenzaba a extinguirse en una angustia que no le
permitía dormir.
Después de tres años de matrimonio, su mujer, aun deseándolo más que
nada desde el primer día, no podía quedar preñada. Rogelio no pensaba demasiado
en ello, sin embargo, a veces lo soñaba despierto. Imaginaba a un pequeño
pintor que lograse lo que él, su padre, no había logrado. Entonces despertaba
de su delirio, aterrado, pensando en que ya comenzaba a aceptar la posibilidad
de no llegar a ser el gran artista que soñó y deseó ser desde temprana edad. Ya
no podría ser el inmortal Rogelio Duraltti, el eterno pintor, el Maestro cuyo
nombre consagraría la historia. Tal vez su hijo sí lograría su utópica
fantasía. "¡No! Yo seré grande; no hay lugar para el fracaso y la
pusilanimidad", se decía sacando fuerzas de su miseria.
Una tarde, cinco años después de su unión, Rogelio y Leila se dirigieron
a las afueras de la ciudad, a petición de ella. Le explicó que tenía algo
importante que decirle, antes de su próximo viaje a una exposición. Caminaron
tomados de la mano; ella lucía hermosa, más radiante que de costumbre. Sus ojos
brillaban, irradiaban lo que a Rogelio le faltaba: vida. Él, miserable,
lánguido, corvado; una sombra del gallardo joven de años atrás, era llevado de
la mano por su dama, como un niño inerme. Subieron la pendiente rocosa que
gustaban visitar cuando los ojos de Rogelio aún brillaban, cuando miraban soñadores
el crepúsculo de esas cálidas tierras. Llegaron a la cima del risco, ella le
tomó ambas manos y le pidió que mirara a sus ojos fijamente. Él lo hizo. Luego
de un breve silencio Leila, con soltura y solemnidad, le dijo:
–Rogelio, por fin tendremos un hijo: ¡estoy embarazada!
El rostro del pintor no mostró expresión alguna. Volvió la vista hacia
el paisaje rocoso que mostraba el descendente risco; luego de unos segundos
balbuceó:
–¡Qué miseria! ¡Y ese niño tiene que cargar con un fracasado como padre!
Ella le miró y repuso:
–¡Eres un gran artista; eres reconocido! No nos hace falta dinero; ya
has juntado suficiente. ¡Puedes volver a dar clases en la escuela, como antes
lo hacías! Nuestro hijo estará orgulloso de ti, como yo lo estoy.
–¡No es suficiente! –gritó Rogelio soltándose de los brazos de su mujer
que lo sostenían–. No he logrado pintar una obra que me inmortalice.
–Tu hijo te inmortalizará, perpetuará tu sangre y la mía –replicó Leila.
Entonces ella le tomó del brazo. Rogelio se soltó empujándola para
librarse de sus manos. Leila resbaló y cayó por la inclinada pendiente de la rocosa
cima. Él trató desesperadamente de evitar su caída, pero Leila se desplomó
irremediablemente. Rogelio bajó hasta donde el cuerpo de su esposa y se
encontró con el horror de que estaba destrozada; deshecho su rostro y su cuerpo
por las cortantes piedras del risco; estaba muerta. La miró espantado, y no se
movió de su lado. Pasaron muchas horas y empezó a oscurecer. Los ojos de
Rogelio ya no mostraban el espanto de horas antes, ahora reflejaban una
carencia de vida, como nunca antes habían mostrado; se hubiese podido decir que
mostraba menos vida que un mediocre retrato sobre un viejo lienzo.
Ya entrada la noche, se puso de pie, miró el cuerpo sin vida de Leila,
tocó su vientre y casi desfalleció de dolor en aquel instante, pero pronto su
rostro retomó su inexpresividad. Cargó el cuerpo de su mujer y trabajosamente lo
puso entre la maleza que predominaba en la parte inferior de la falda del cerro
pedregoso. La escondió, según pensó, de los animales carroñeros que podrían
profanar el cadáver.
Se alejó lentamente con la mirada perdida en otro mundo, mundo prohibido
a los vivos. Al llegar a su casa, tomó un cuchillo, un par de frascos grandes,
algodón, una pala y una linterna. Puso todo dentro de un costal grande y partió
a donde yacía el cuerpo de Leila. Ya era noche y no había nadie que lo mirara
en las calles de la pequeña ciudad.
Al llegar al lugar, comenzó a cavar hasta lograr corromper la dura
tierra pedregosa. Consiguió, pues, escarbar una fosa suficientemente amplia
para meter el cuerpo de su esposa. Luego se sentó a esperar el alba. Cuando el
sol refulgente apareció entre los cerros lejanos, sacó del costal el cuchillo y
le cortó las venas de la yugular al cadáver de Leila; vertió la sangre que de
ella brotaba en uno de los frascos. Como el corazón muerto de su joven esposa
no latía, era difícil obtener el líquido, pues no había presión que lo indujera
a salir del cuerpo. Sin embargo, se las arregló: con el algodón obtuvo la
sangre que se asomaba por las heridas y lo exprimió una y otra vez en el
recipiente.
Rogelio enterró el cadáver de su mujer, y mientras lo hacía lloraba
amargamente; no pudo contenerse, no pudo evitar imaginar a su hijo muerto en el
vientre de Leila. Trató de limpiar las manchas de sangre que cayeron en sus
ropas durante el macabro proceso, sin conseguirlo del todo. Se marchó. Cruzó
las calles de la ciudad con el costal al hombro, sucio y desgarbado. Al abrir
la puerta de su casa se encontró con media docena de sobres y recados; sin duda
sus representantes artísticos lo buscaban; tenía el compromiso de viajar, esa
misma noche, a la ciudad donde se realizaría su próxima exposición, y al no
hallarlo deslizaron las cartas bajo la puerta. Poco le importaba eso y
cualquier otra cosa. Entró a su estudio, colocó un caballete y un lienzo
enmarcado. Tomó el frasco donde vertió la sangre y lo abrió. Buscó varios
pinceles y hundió uno de ellos en el recipiente. Y comenzó a pintar en el
lienzo los contornos de un busto cuyas rudimentarias facciones lentamente
fueron adquiriendo la imagen de una mujer, mujer que mostraba una larga y lacia
cabellera. Aquella imagen indefinida, pintada con la sangre del frasco, fue
retocada con pinturas vivas de colores exquisitos y contornos excelsos. Una
belleza singular mostraba aquel retrato; al cabo de horas de trazos, pincelazos
de ornamento, pasión, dolor, recuerdos e incertidumbre, no cabía la menor duda
que la dama del retrato era Leila; y no había duda que la misma Mona Lisa hubiera envidiado su viveza y
singular hermosura.
Cuatro días después, los representantes de Rogelio habían ido a buscarle
por cada rincón. Ante su infructuosa búsqueda, dieron parte de la desaparición
del pintor y su esposa al departamento de investigaciones de la policía. En las
indagatorias de los oficiales, un vecino de la pareja dijo haber visto a
Rogelio caminar desaliñado y en extremo sucio por la calle, con un costal, y
aparentemente con su ropa manchada de pintura roja, ennegrecida. "Cosa no
rara para un pintor de casas, pero no para un pintor de estudio", comentó
el vecino de los Duraltti. Las autoridades tuvieron que esperar un par de días
más y dada la extraña ausencia de los dos se procedió a obtener una orden para
entrar al domicilio del matrimonio.
Mientras en las afueras de la ciudad se buscaban indicios de cualquier
accidente del cual pudieron haber sido víctimas, las autoridades se disponían a
abrir la casa del artista y su mujer.
El cuerpo sin vida de Rogelio fue hallado en las faldas de un risco; se
había arrojado al vacío, según concluyeron los peritos policíacos. Encontraron
también el cuerpo de Leila enterrado a no más de diez metros de donde yacía el
artista.
Cuando entraron a la casa, desconociendo el hallazgo que otros agentes
policiales habían hecho de los cuerpos sin vida de la desdichada pareja, los
oficiales, los padres de Leila, que habían sido notificados por la policía, y
los representantes de Rogelio, percibieron un hedor a podredumbre. Se
dirigieron al lugar del cual provenía la pestilencia. Entraron entonces al
estudio de Duraltti, infestado de carroñeras moscas que volaban de un lado a
otro, como en una cínica danza de la muerte; miraron, maravillados, el retrato de Leila
cuya imagen deslumbraba aun al más exigente crítico del arte pictórico.
Descubrieron que el hedor provenía de un par de frascos casi vacíos, que
contenían alguna sustancia al parecer orgánica. Un oficial se acercó el recipiente
a la nariz, lo olfateó meticulosamente y dijo: "¡Esto es sangre!" Los
padres de Leila casi desfallecieron, mientras los policías se preguntaban qué
ocurría allí.
Uno de los representantes artísticos de Rogelio dijo: "¡Esta
pintura es oro, es sublime!" El otro representante comentó fascinado:
"¡Es como si hubiese tomado el alma de Leila y la hubiese puesto en el
lienzo: ¡es inmortal!" En ese momento un oficial entró en la casa y les
dijo que habían encontrado los cadáveres de ambos a las afueras de la ciudad.
Los padres de Leila lloraban desconsoladamente, mientras los demás se rompían
la cabeza tratando de saber qué había ocurrido. Uno de los representantes del
pintor dijo entre lastimeros sollozos: "El gran Rogelio ha muerto, pero su
obra es inmortal y la ha inmortalizado a ella."
Al acercarse al retrato, todos se percataron de que a lo lejos de la
imagen de Leila, en el segundo plano, había otra pequeña imagen: era el retrato
de Rogelio, quien cargaba en sus brazos a un pequeño niño robusto y sonriente.
Las
manchas de sangre
Cada
noche, cuando él llegaba a su casa agobiado, exhausto del día y sus
vicisitudes, al pararse frente al umbral de la puerta veía en el escaloncillo
de la entrada una manchita de sangre. Sangre viscosa, negruzca, como de horas
de haber sido vertida allí. Ante su cansancio habitual poco le interesaba
averiguar al respecto, sólo las primeras tres o cuatro noches le preocupó el
asunto. Después pensó que era una quimera incitada por su agotamiento. Eso
pensaba, porque cada mañana, cuando se levantaba a limpiar, la mancha viscosa
de hemoglobina ya no estaba. La volvía a ver por la noche al regresar del
trabajo, abatido como un guerrero después de una atroz y devastadora derrota.
Había pensado mil cosas sobre la manchita
de sangre. Inventó decenas de historias sobre su procedencia, sobre su aparición
en las noches y su ausencia por la mañana. Pero todo le parecía como un sueño,
un delirio nocturno, por eso realmente nunca le puso demasiada atención.
Su vida no era en lo mínimo alegre. Pero
él, no se consideraba el retrato de la melancolía; no era el sonriente más
insigne del orbe, ni del país, ni de la ciudad; quizá ni de su casa, aun cuando
vivía solo. Pero tampoco era el triste más patético que podía existir en el
mundo; recordaba haber visto a un par de sujetos más miserables que él mismo;
¿no era, acaso, más lastimero Pascual, el indigente que mendigaba frente a la
iglesia, con sabrá Dios cuantas desgracias sobre sus hombros; o don Rogelio
Alcurnia, quien se desvivía en la cantina llorando, desde que su joven esposa
lo abandonó? A él nadie lo había abandonado, siempre vivió solo, pues ni a su
madre recordaba, si es que la tuvo; pensaba en ocasiones haber nacido del aire
o florecido de la ceniza como una imitación de mal gusto del Ave Fénix. Eso le
confortaba, y le animaba, además, no tener que limpiar la sangre por la mañana,
ya que para ese momento desaparecía como por un sortilegio matutino. No le importaba
demasiado que cada noche de su vida viera la mancha ensuciando la escalerilla
de la puerta de su casa, siempre y cuando no tuviera que limpiarla; se
desvanecía sola, se esfumaba al amanecer.
Estuvo enamorado un par de veces, como
cualquier otro durante su vida, o al menos eso creía él. Pero hacía muchos años
que ese sentimiento ridículo, como
ahora pensaba, no le emponzoñaba el cerebro y todas sus funciones: de razonar,
sentir, imaginar y actuar. De cierta manera, su mayor distracción, aparte de su
fastidioso empleo, era ver que la mancha de sangre apareciera en su lugar cada
noche y desapareciera a la llegada del alba, cuando él se despertaba para
vestirse y partir a sus labores cotidianas.
¿A
qué hora aparecerá exactamente? ¿En qué momento se desvanece? Eso se
preguntaba ociosamente. Le intrigaba sobre manera cómo era que llegaba allí aquel
blasón de suciedad roja, pero no le quitaba el sueño esa incertidumbre, pensaba
que cada cosa tiene su función en el mundo: esa efigie de desecho escarlata
debía tener la suya.
Una noche, como de costumbre, vio el
manchón en su lugar, cosa familiar para él; pero al entrar en la casa observó
con extrañeza otras manchas de sangre decorando el piso de la sala. Eso de
alguna manera lo inquietó; una cosa era tener una mancha todas las noches en la
entrada de la casa y otra tener varias en el interior de su hogar, en su piso. Sin
embargo decidió no preocuparse demasiado y se fue a dormir a su recámara pensando
que, al igual que la otra mancha de siempre, éstas se desvanecerían por sí
solas. No obstante, al amanecer se encontró con el horror de que las manchas
sanguinolentas del piso de la sala aún estaban ahí, aunque la turbia mácula de
la escalerilla había desaparecido como usualmente ocurría. Las manchas eran ya
un lunar café oscuro, más que rojo: sangre seca, sin duda.
Buscó inútilmente por toda la casa qué o
quién pudiera haber derramado el líquido orgánico que pintarrajeaba el suelo.
Nada había. Ni animales, ni personas; nada. Tal parecía que las manchas eran
producto del viejo arte de la nigromancia. Quizá era su imaginación, pensaba. Pero esa mañana tuvo que limpiar con sus
propias manos las huellas sanguinolentas, mientras olfateaba el olor ferroso que
arrojaba aquella suciedad al ser removida con agua, como advertencia de que existía,
como señal inequívoca de que, efectivamente, era sangre. Era una mancha de
sangre que ahora no se conformaba con ornar la entrada de su casa sólo por la
noche, ¡no! Ahora se tomaba el privilegio de meterse al interior de la sala a
posarse sobre el piso. ¡Y el colmo de la ironía!, amanecer sin haberse desvanecido
sola, antes de la canícula. ¡Qué desfachatez de mancha de sangre! ¿A qué
insolente pertenecería aquel líquido impertinente?
En los días consiguientes la sangre lo
esperaba en la entrada y en el interior de la sala. Poco después adornaba
brumosamente los azulejos del baño y la regadera. El colmo fue, según pensó,
cuando las sábanas blanquecinas de su cama, hasta entonces inmaculadas,
amanecieron rojas del cínico líquido.
El día que desbordó su paciencia aquel
manojo de manchas, fue cuando en su oficina, sus compañeros le preguntaron,
bastante preocupados, qué le ocurría. Él preguntó por qué; ellos sin hablar
señalaron con los dedos índices el piso bajo sus pies. Entonces vio aquel
horror: una fastuosa y enorme mancha, una docena de suelas de zapatos impresas
con el indeleble tinte rojo de la sangre que mostraban sus pasos dispersos por
la oficina. Se sintió aturdido y avergonzado, aunque no sabía exactamente por
qué.
Todos sus compañeros se alteraron mucho,
él se encolerizó y terminó peleándose con ellos. Pero su rabia era sólo para
disimular su vergüenza ante aquella aparición impertinente. Esa maldita sangre que me persigue,
pensó.
Dejó de ir a la oficina por miedo a las
burlas. Creía que en una semana sería olvidado lo ocurrido, y entonces
volvería; ya para ese momento las bromas sobre el asunto serían sólo ligeras
risillas, todo volvería a la normalidad.
Pero, contrario a lo que esperaba, en su
casa las manchas fueron apareciendo en más lugares y más abundantes que antes,
casi en cualquier parte en que estuviera parado, sentado o recostado. Estaba
seguro que era algún tipo de nigromancia.
Tenía seis días sin ir a la oficina. Para
ese momento le era necesario tener a su lado un buen número de sábanas y paños
para intentar limpiar algunos de los charquitos escarlatas que aparecían por toda
la casa. Ya no quería salir. Temía que por donde caminara las manchas
aparecerían como un río espectral cuyo cauce iría, invariablemente, hacia donde
él se desplazara.
Un día llamaron a su puerta con vehemente insistencia;
no abrió. Su casa estaba completamente roja, el hedor era insoportable. El piso
estaba manchado, al igual que la cama, sus ropas, las paredes, y él mismo; semejaba
un cachorro recién librado del vientre de su madre: sangriento y desgarbado. Ya
no tenía fuerza para moverse. Tal vez si no había abierto la puerta, cuando a
ella tocaron, no fue por pena de que lo vieran en esa condición tan lastimosa,
fue, quizá, porque no pudo ya levantarse de su lecho, o dicho de mejor forma,
de aquella esponja sanguinolenta que fuera días atrás su cama pulcra y blanca.
Más
tarde tocaron de nuevo, y con más insistencia, pidiendo una voz exigentemente
que abrieran al instante. Ante la negativa, un par de golpes fuertes y sordos
hicieron que la puerta cediera y quedó abierta de par en par. Al menos media
docena de oficiales policíacos entraron empuñando sus armas; con movimientos
precautorios volteaban de un lado a otro. Quedaron perplejos al sentir el
pegajoso piso. Miraron al suelo para ver qué hacía a sus zapatos pegarse a él:
era sangre, seca, pútrida, fresca; de mucho antes de ayer, de
ayer y de hoy. El olor era irrespirable. Ya desde afuera lo habían percibido.
Los
curiosos se aglomeraban en la banqueta y en la calle; nunca los oficiales les
impidieron entrar, fue el hedor que formaba una barrera invisible de
repugnancia lo que los detuvo. La policía se introdujo a la recámara, no sin
antes haber revisado el resto de la casa repleta de sábanas, paños y cobijas
teñidas de sangre. En la habitación principal encontraron recostado sobre la
cama al hombre, quien fuera víctima de las manchas inexplicables, visiblemente
muerto, desangrado. El líquido, de cierto color carmesí, corría como un tímido riachuelo
hasta la acera, hecho por el cual los vecinos llamaron alarmados a los
oficiales.
Entre
la multitud de curiosos una anciana, vecina del desdichado hombre, se
vanagloriaba diciendo a los demás:
Yo le
limpiaba la entrada todos los días, muy tempranito, apenas amanecía; siempre me
encontraba la escalerilla de la puerta manchada de rojo, como si fuera sangre.
Pero nunca creí que eso fuera. ¡Y bien que sí lo era! ¡Pobre muchacho, tan
solitario él!
Una extraña enfermedad, según dijo el
médico, hizo que los poros de aquel infeliz sudaran sangre hasta matarlo. Otro
extraño mal, aunque común en el ser humano, hizo que se hiciera pendejo, y se engañara al ver claramente
que las manchas de sangre provenían de él mismo. ¡Ah, la naturaleza
humana!
¿Por qué me quitaste mi orgullo?
Entre el sembradío caminaba una sombra poco más negra que aquella noche.
Paso a paso estropeaba el maíz ya crecido con algo que arrastraba, algo pesado
que dejaba aplastada la siembra. Podía escucharse el crujido de las plantas
quebrándose, cediendo ante el peso del invasor y su carga furtiva. La luna,
casi llena, iluminaba un tanto las figuras que se deslizaban con sigilo en el
maizal, como un esbozo en movimiento. Al verse expuesta aquella
sombría escena a la luz de la luna, fuera de la siembra, pudo verse claramente
a un hombre remolcando un cuerpo.
“Es que tenía que matarte. No había de otra. Ahora que estás difuntito,
pues, no te acuestas con mi Leticia. Ahora, acaso, te acuestas con los
gusanos.”
Y el hombre siguió jalando el cadáver. Había llegado a un arroyo, frente
al cual se detuvo.
“¡No, al arroyo no te tiro! Luego te comen los peces; luego yo me los
como a ellos y te como a ti de alguna manera. ¡No! Eso no.”
Se echó el cuerpo sin vida al hombro y cruzó el arroyo con el agua hasta
el pecho. Ya del otro lado siguió arrastrando el cadáver por el camino
pedregoso.
“Si te sigo arrastrando, se me hace que llego con tu puro brazo; las
piedras te van raspando como las lijas raspan y se comen la madera. Yo en serio
creía que mi Leticia me quería a la buena. Allá cuando me casé con ella, ya
tenía dos años que no estaba contigo; desde que cruzaste la frontera ella se
olvidó de ti, o creyó olvidarte, o yo creí que te había olvidado. Nomás
volviste para quitarme mi orgullo; para quitármela a ella. ¡Volviste para
morirte!
“¡Qué creíste! –continuó aquel hombre mientras arrastraba el cuerpo–,
pensaste que podías volver así como así a quitarle a un hombre su mujer. ¡No
importa que me condene; pero no me arrepiento de haberte roto!; eso sí, que no
me metan a la cárcel porque yo no soy ningún animal para estar encerrado.
Primero me ahogo en el arroyo, aunque extrañe a mi Leticia. Ya muerto tú, le
perdono su engaño. Quién se burlaría de mí porque mi mujer tuvo sus relaciones
con un viejo amor muerto, y tú ya estás bien muerto. De eso me encargué yo.”
De nuevo arrastró a su víctima por otro plantío, pisoteando el cultivo
que se atravesaba ante sus pies y el cadáver que jalaba trabajosamente.
“Es mejor venirme entre los maizales; por aquí ni quién me vea. Ya
hallaré dónde repose indignamente tu cuerpo. El asunto es que no te hallen, no
sea la de malas que te levantes bien muerto y les digas que yo te maté. Y
enterrado donde nadie te vea, pues, a nadie tendrás nada que decir.
“Sí. Cuando nos casamos ella todavía te quería; ¡ni qué decir! Pero en
estos dos años yo la he amado y respetado como para que cualquier mujer me
llegara a querer. Pero volviste. Volviste y se le movió el piso. Y te le
metiste, otra vez, por los ojos. Y la volviste a hacer tuya, a escondidas. Pero
en los pueblos chicos todo se sabe. Yo los vi con mis propios ojos; ni quién me
lo diga. Me engañaron a la mala. Y yo pensé, Rómulo: Si la dejo, me muero sin ella; si la mato, igual, me muero; si me mato
yo, pues bien que la disfrutan sin estorbos; y pues decidí mejor matarte a
ti. Bien sabía, Rómulo, que volviste a la casa que dejaste sola cuando te
fuiste al otro lado. Ahí quedó abandonada a las afueras del pueblo. Siempre te
dio por vivir solo, lejos. Parecía que le temías a la gente del pueblo. Y
regresaste a la casita abandonada. Lejos del pueblo. Ahí, sabía que te podía
agarrar. Y te podía matar sin testigos; y así lo hice. Ahora, con esta luna tan
bonita de octubre, se me antojó ir a buscarte a tu casa. Y ahí estabas en la
hamaca, dormido, soñando que estabas con mi Leticia. Y yo te interrumpí el
sueño cuando te rompí la cabeza con una pala que te puse de cabeza.
“Ahí estás, Rómulo. ¡Mírate, con medio cerebro de fuera y todo comido
por tanto arrastrarte! Pero ya llegué adonde te voy a enterrar. Si no fuera por
que si te miran ahí dando lástima, muerto, medio deforme, te dejaba en
cualquier parte, pa´que te comieran los coyotes, o los perros por lo menos.
¡Pero los peces del arroyo no!, porque luego me los como y te como a ti, y yo
no soy de esos que comen cristianos.”
El hombre aquel, con la pala que traía amarrada a la espalda, escarbó un
hoyo poco profundo, arrastró de nuevo el cadáver y lo arrojó dentro de la fosa.
“¿Por qué me quitaste mi orgullo, Rómulo?”, le preguntó al cuerpo
inerte. Entonces lleno de furia golpeó al difunto con la pala hasta hacerle
desangrar aun más.
“¡Contéstame! Cada golpe que te doy... se lo doy también a mi Leticia… ¡Contéstame,
Leticia!, ¿por qué me quitaste mi orgullo?”
Continuó ultrajando el cadáver; le preguntaba toda clase de cosas y lo
llamaba tanto Rómulo como Leticia.
“Pero, Rómulo, tú que eras mi hermano, ¿por qué me quitaste mi orgullo?
Ya la habías dejado cuando te fuiste al otro lado. Acuérdate que nuestra madre
nos decía que los hermanos se deben proteger, y más tú que eres...eras el
mayor. ¡Acuérdate cómo me defendías cuando éramos chicos! Le dabas de porrazos
a quien se metía conmigo. Ahora ya no tienes cara; yo te la borré a palazos.
¡Sí, Rómulo, la cara que besaba mi Leticia; la cara que acariciaba nuestra
madre!; ésa, yo te la borré.”
El hombre cubrió el cuerpo con tierra y piedras, luego lloró tendido
sobre la fosa cubierta. Repetía entre sollozos y balbuceos: “¿por qué me
quitaste mi orgullo, hermano?”
Casi amaneciendo se veía con mucha claridad cómo el hombre caminaba
entre el maizal. Ya de mañana llegó a su casa. Ahí le esperaba Leticia, su
mujer. Al verlo sucio y manchado de sangre asustada le preguntó:
–¿Qué tienes, José Luís, qué te pasó?
–Nada, mujer –contestó él, parcamente.
–¡Cómo que nada!; estás sucio y
eso que traes en la ropa parece sangre seca.
–Nada, sólo fui a recuperar mi
orgullo.
–¿De qué hablas, José Luís?
Dime, con un carajo, ¿qué pasó? –inquirió Leticia, al borde del llanto.
–Nada, sólo que ya no hay Rómulo
pa'que te acuestes con él y me quiten mi orgullo, lo poco que me queda.
–¿Qué dices? No entiendo –repuso
Leticia.
–¡Que me jodí a mi hermano!,
como me jodió él a mí… ¡y de pasada te jodió a ti y a mi orgullo!
–¿Qué hiciste? –gritó la mujer.
–Le borré los labios que te
besaban; le rompí el cerebro que te pensaba; los ojos que te miraban, que veían
lo que era mío; ya está bien muerto. Ya me encargué de recuperar un poco de mi
orgullo pisoteado.
–¡Desgraciado! –gritó Leticia arrojándose sobre él para golpearlo. José
Luís la abofeteó y le gritaba encolerizado: "¡Por qué me robaron mi
orgullo!"
José Luís había dejado la pala en el piso, y Leticia, al verla, la tomó
desesperadamente y con todas sus fuerzas le dio con ella en el rostro a su
marido. Éste cayó al suelo casi inconsciente. La furiosa mujer se puso de pie y
lo golpeó con la herramienta una y otra vez; con el rostro envenenado de rabia le
gritaba: "¡Ahorita te devuelvo tu orgullo, cabrón! Mataste al único que he
querido; ahora te mato yo a ti… ¡y era tu hermano!... ¡Asesino!"
–¡Ahí está tu orgullo, José Luís! Apenas la muerte te lo devolvía. Porque
con el niño que llevo en mi vientre, de tu hermano, lo perdías por completo.
Algunas horas más tarde, cuando ya era de noche, una silueta se
deslizaba por el maizal, en el mismo sembradío por donde José Luís arrastró el
cadáver de su hermano Rómulo, la noche anterior. Era Leticia. Arrastraba el
cuerpo sin vida de su esposo. Cuando llegó a la orilla del arroyo dijo: “Yo, ya
no puedo contigo. Mucho hice aguantándote dos años, ahora no te cargo más. No
podría cruzar el riachuelo cargándote, mejor te tiro al agua y que te coman los
peces… o te pudres hasta que te hallen; al cabo que si te comen los peces; bien
sabes que no como pescado.” Empujó con sus pies el cuerpo de José Luís al
arroyo. Miró en silencio cómo la corriente se llevaba el cadáver del que fuera
su marido, como un trozo de madera muerta, semejante a cualquier otro desecho
que ondulaba en las aguas de aquel regato.
Cuatro días después, hallaron el cadáver de José Luís, hinchado,
hediendo y mordisqueado por los peces. Meses más tarde se descubrió el cuerpo
sin vida de Rómulo; pudieron identificar sus zapatos y el viejo reloj de
pulsera que aún se aferraba a su pútrida muñeca izquierda, además de un par de
fotos: una de su hermano José Luís y otra de Leticia, su cuñada.
Se dijo que la muerte de los dos hermanos se debió a una venganza
familiar, a una rencilla añeja, pagada al fin con la sangre de los dos deudos,
que por eso los habían matado con tanto encono. Leticia se consiguió un padre
para el hijo de Rómulo, niño que todo el pueblo creía de su difunto esposo José
Luís. Aunque, como de costumbre, hubo quienes no se tragaron el cuento.
Luces en la ciudad
La luz clara
llegaba desde el pueblo, allá en el valle de la vida., y en las tierras de la
muerte nadie percibía su hermoso resplandor.
A.S.M
Esta mañana busqué entre los arbustos una razón por la cual existir,
pero de nuevo encontré sólo una sucia y enmohecida lápida, con las letras
desgastadas por el efecto del tiempo. En ella estaba grabado mi olvidado
nombre. Ahí reposaba mi cuerpo, o lo que de él
quedaba; el despojo de lo que fui. ¡Ya no hay razón por la cual existir!,
sin embargo, de alguna manera inverosímil, existo. ¿Por qué sigo deambulando
por este campo abundante de soledad, ornado de recuerdos muertos, y carente, de
alguna manera, de tiempo y vida?
Poco después de mi llegada a este lugar, solían venir
aquellos que, supongo, alguna vez me amaron. Por más que hubiera querido
agradecer su visita me era imposible hacerlo. ¡Siempre odié la descortesía,
pero qué podía hacer! Sólo podía mirarlos y envidiar el gusto de un buen
cigarrillo que se fumara, bocanada a bocanada, mi hermano o alguno de los
visitantes.
¡Esos roedorcillos ya han dejado de merodear por mi tumba! Era molesto
soportarlos dentro del lecho, royendo con sus dientecillos la osamenta que me
recordaba que alguna vez viví en la ciudad, como cualquier otro hombre o mujer.
¡Si hubiera podido, los hubiera aniquilado en el acto! Papá lloró durante una
de sus visitas, cuando uno de esos animales salió de su madriguera, hecha justo
en mi espacio sepulcral. Recuerdo que el viejo correteó al animalejo, lo
maldecía enloquecido, y trató de matarlo a puntapiés. Se detuvo el pobre,
jadeante, exhausto, y le dijo sollozando a mi hermano: “No es posible que esas
ratas de campo se merienden a mi pequeño.” Y Siguió llorando desconsolado,
brotando del fondo de su pecho un ruidito de dolor, un sollozo de desesperanza.
Ahora nadie viene a mi lecho eterno; a
veces pienso que ya se olvidaron de mí; pero otras ocasiones creo que ha pasado
tanto tiempo desde que los abandoné, que ya murieron también. Esto último, sin
embargo, lo dudo, porque de haber muerto, sus cuerpos estuvieran sepultados a
mi lado; sus gavetas aún los esperan. ¡Hay algo aun más extraño! Antes, no
sabría qué tanto tiempo atrás, este lugar era visitado constantemente por
quienes abandonaron a un ser amado aquí; venían periódicamente a ver a sus
padres, hermanos, hijos, esposos, madres o amigos. Y ahora nadie viene. Ni los
animales del campo que solían venir a mordisquear a los nuevos inquilinos de
estas taciturnas tierras. No he mirado, desde hace mucho tiempo, aves, roedores
(¡miserables animales!), ni insectos. En realidad solamente he observado
escarabajos y más escarabajos, aunque de cierta forma, distintos a los que
usualmente veía en los remotos y hermosos años de mi existencia física.
Otra cosa que me inquieta sobremanera, es
que las luces de la ciudad, las cuales se prendían cada noche como un enjambre
de alegres luciérnagas, allá en la lejanía del valle, y que se hacían visibles gracias a la altura del cementerio,
parecen no haber sido encendidas desde hace mucho tiempo. Si mal no recuerdo,
la última vez que me percaté de su luminosidad fue algunos días después de la
postrera visita de mi papá y mi hermano. Tal parece que todos hubieran muerto. ¡Pero
si hubieran muerto estarían sepultados por cada rincón de este tranquilo
refugio mortuorio!: a mi lado, detrás, enfrente; las tumbas estarían dispersas
por doquier, como si el cementerio se hubiera transformado súbitamente en una
silenciosa e inofensiva ciudad.
Quizá aquella luz que iluminó el cielo
nocturno, de tal forma que la noche adoptó las características del día
(alumbrado, cálido, claro), fue una señal divina; o tal vez mi esencia amorfa,
completamente indefinida, está perdida en un mundo alterno, paralelo al cual
alguna vez pertenecí… ¡Sí, tal vez!
Desde
que miré aquel gigantesco demonio de fuego devorando a un hongo de humo, sentí
una sensación, en alguna parte de mi descarnada existencia, que me hizo pensar
que las cosas no andaban bien en la ciudad.
Mañana será otro día. Espero, entonces,
que esta bruma que obscurece todo alrededor, desde que el astro diurno invadió
la noche, desaparezca y termine el castigo que recibió el sol por penetrar en
el reino de la luna. Quizá entonces sepa, con certeza, qué hago en la soledad
de mi vida muerta. Y quizá comprenda por qué ya no hay luces allá abajo, en la
ciudad.
wooow, me gusta, me gusta
ResponderEliminarGracias, por leer el blog y espero sigas visitándonos, además que nos hagas el favor de compartir el link.
ResponderEliminarSaludos
Si como no como si fuera cierto lo que dices dices puras babosadas��������
ResponderEliminarEl cuento a diferencia de la novela es más difícil;el cuento no permite redundancias, ni permite caídas estilísticas porque se rompe el efecto de encantamiento hipnótico que el escritor debe de buscar con el lector, prueba de fuego para cualquier fabulador. Elementos básicos a considerar para entrarle a escribir cuentos. Sobra decir de la importancia de las atmósferas y tensiones a considerar y alejarse de lo predecible. !Qué falta de imaginación de este escritor!.. a lo mejor sigue P.Coelho. Clásico, es de persona que le entrar a escribir y no lee...Títulos por demás ridículos.. deficiencias retóricas,falta de estructura, pobreza de imaginación..pero, bueno; este wey a de pertenecer de esa mafia mediocre de los escritorchuelos de Cajeme que se otorgan premios unos a otros..ponte a leer y a escribir menos.
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